Es curioso, pero hasta hace bien poco no estaba acostumbrado a coger trenes. Por una cosa o por otra apenas había disfrutado de ellos, ni de los cercanías por Madrid ni de los de larga distancia por España. Curioso digo porque este medio de transporte se ha convertido recientemente en mi modo de viajar más habitual y no lo hago acompañado, muy a mi pesar, de españolitos como tú y como yo, gente de maneras refinadas, educados, y siempre discretos en nuestros comportamientos.
En mi última visita, muchos me dijisteis que, fotos chorras y cortes de pelo aparte, apenas contaba nada sobre mi vida a diario. Bien, pues...
Cada mañana camino del trabajo y cada tarde de vuelta a casa paso una media de cincuenta minutos por trayecto montado en el tren. Gracias a Dios, con mayúscula, los trenes suelen estar en buen estado, tanto que, si no tuviésemos en cuenta otro tipo de factores ,la diferencia entre bajarse en Shah Alam o en Plaza de Castilla sería prácticamente nula. Las diferencias son apreciables desde el punto de vista de la compañía y de las estaciones. Empecemos por esto último.
El por qué del mal funcionamiento de los tornos es, a mi humilde modo de ver, algo inexplicable. Una de cada dos veces tu billete no funciona, la máquina lo coge y lo lee pero no lo reconoce. Con algo de suerte habrá un torno abierto por el que podrás pasar sin necesidad de introducir el billete; en caso contrario, tendrás que recurrir al siempre socorrido saltito para entrar, que no colarte. El oscuro mundo de los tornos debe ser algo más complejo de lo que a primera vista puede parecer; estoy seguro de la dificultad que entraña diseñar y desarrollar una máquina capaz de leer correctamente un billete, pero lo que no sabía yo era que su gestión requiere de un cerebro libre de amodorramientos inherentes al trópico y/o torpeza extrema, tan escasos por estos lares. Da lo mismo la afluencia de gente de entrada o de salida que siempre habrá los mismos tornos de entrada que de salida. No importa que en mi estación entre una persona al minuto ni que al llegar un tren se bajen de sopetón 200 malayos, siempre habrá 3 tornos programados para la entrada y otros tres para la salida, con los consiguientes follones para salir. Si además tomamos en consideración que al menos uno de los tornos siempre está roto (y que, debido al mayor uso, casi siempre se trata de uno de los que monta follón) y que la conducta malaya no entiende de colas ni organización ni duchas diarias la escena acaba por parecerse más a un corral de granja que a la salida de una estación de tren.
Las sensaciones sonoras que puedes percibir al entrar en un tren malayo son similares a las que puedes experimentar si pasas una noche en la jungla. La gente emite tantos y tan diversos ruidos que un ciego no tendría problemas para saber el número exacto de viajeros que ocupan su mismo vagón (y cada uno de los inmediatamente contiguos). Si además tiene el olfato fino no le resultará en modo alguno complicado identificar qué ha comido la gente hoy. Eructos, gritos, ladridos, flatulencias (diga peeedos!), carraspeos y ronquidos… la habilidad malaya para expresarse guturalmente no conoce límites y, sin duda, sobrepasa con creces la nuestra. Sonidos de los que nosotros nos avergonzaríamos aunque se debiesen a nuestras propias necesidades fisiológicas y los cascásemos en el baño y a solas son de lo más corriente entre la comunidad malaya.
La gente en este país adora las melodías de móvil, lo que unido a su debilidad por los pitufos maquineros y a que, o bien Nokia no ha incorporado la opción del volumen a este mercado o los malayos no la han encontrado, podría acabar por destrozar los nervios de cualquiera a tal nivel que hasta Iniesta podría llegar a perder los papeles. Otra opción que aún no controlan es la de ponerle un tono sencillo a los mensajes (el día que escuche un simple beep juro que me levanto y le pego un abrazo al díscolo), los pitufos maquineros deben de ser una especie de virus extendido a todas y cada una de las alertas del móvil. Ahora imaginaros la escena de la otra mañana, a un lado yo concentrado en mi libro y al otro un chaval en plena efervescencia adolescente periquiteando con alguna chavala con la que debió intercambiar unos doscientos mensajes en veinte minutos. Pese a mi fobia por cuidar los libros, la peor parte se la llevó precisamente éste, que debido a la tensión acumulada acabó como si lo hubiese estado estrujando mi sobrino de año y medio durante todo el trayecto. Era eso o ensañarme con la cabeza del pipiolo.
Pero si hay algo que no aguanto y que llevo realmente mal es la forma tan descarada en que la gente se te queda mirando. Levantas la vista del libro y ahí está, un individuo cualquiera (la mayoría de las veces suelen ser hombres) mirándote fijamente, como si aún estuvieses leyendo en lugar de estar fijándote en él. Tu reacción inicial es la de apartar la mirada pero al rato vuelves la mirada y ahí sigue, con cara de panoli, observándote. Mentalmente te cagas en él una y otra vez porque ya te ha cansado con tanta miradita y no puedes concentrarte en lo que estás leyendo; si estuvieses en otro país pensarías que tienes algo en la cara o que está tratando de transmitirte algo. Al final optas por mantenerle la mirada, pero él, muy burro, no la aparta. Me cago en tu puta madre, joder. La frase ya no es mental, ha salido de tus propios labios. La respuesta no se hace esperar: él, que no sabe lo que dices, te saluda como recién despertado de un sueño, te sonríe y por fin mira a otra parte.
Ahora sí, no todo el mundo es así de desaprensivo hacia el viajero insonoro; de hecho, la mayoría de la gente opta por dormirse en cuanto pone un pie en el tren. No es raro levantar la cabeza del libro y comprobar que las diez personas sentadas enfrente de ti, todas menos el cabrón que sigue mirándote, están dormidas profundamente cabeceando y poniendo caras. Están tirados los unos encima de los otros y se mueven rítmicamente al son del tren. En general, les encanta dormir en los medios de transporte. En mi último vuelo a Londres hubo gente que no abrió el ojo en las 13 horas de trayecto. Al de mi derecha me dieron ganas de pincharle con un palo a ver si aún seguía con vida. Les gusta tanto que una compañera de trabajo se quedó sorprendida al descubrir que no dormía en el tren -¿y qué haces durante ese tiempo?- me preguntó sorprendida. Controlarme, para no perder la cabeza, me dije.Sé que vivir en un país que no es el tuyo te obliga a enfrentarte a un montón de diferencias culturales, lo cual acepto e incluso disfruto en la mayoría de los casos. Es más, quizá sea ese el principal motivo por el que me encuentro hoy aquí. Pero dejémonos de jodiendas e imaginémonos los eructos, los pisotones y el juego de las miraditas dos veces al día, todos los santos días días del año. De ida y vuelta. Para cagarse.
Cada mañana camino del trabajo y cada tarde de vuelta a casa paso una media de cincuenta minutos por trayecto montado en el tren. Gracias a Dios, con mayúscula, los trenes suelen estar en buen estado, tanto que, si no tuviésemos en cuenta otro tipo de factores ,la diferencia entre bajarse en Shah Alam o en Plaza de Castilla sería prácticamente nula. Las diferencias son apreciables desde el punto de vista de la compañía y de las estaciones. Empecemos por esto último.
El por qué del mal funcionamiento de los tornos es, a mi humilde modo de ver, algo inexplicable. Una de cada dos veces tu billete no funciona, la máquina lo coge y lo lee pero no lo reconoce. Con algo de suerte habrá un torno abierto por el que podrás pasar sin necesidad de introducir el billete; en caso contrario, tendrás que recurrir al siempre socorrido saltito para entrar, que no colarte. El oscuro mundo de los tornos debe ser algo más complejo de lo que a primera vista puede parecer; estoy seguro de la dificultad que entraña diseñar y desarrollar una máquina capaz de leer correctamente un billete, pero lo que no sabía yo era que su gestión requiere de un cerebro libre de amodorramientos inherentes al trópico y/o torpeza extrema, tan escasos por estos lares. Da lo mismo la afluencia de gente de entrada o de salida que siempre habrá los mismos tornos de entrada que de salida. No importa que en mi estación entre una persona al minuto ni que al llegar un tren se bajen de sopetón 200 malayos, siempre habrá 3 tornos programados para la entrada y otros tres para la salida, con los consiguientes follones para salir. Si además tomamos en consideración que al menos uno de los tornos siempre está roto (y que, debido al mayor uso, casi siempre se trata de uno de los que monta follón) y que la conducta malaya no entiende de colas ni organización ni duchas diarias la escena acaba por parecerse más a un corral de granja que a la salida de una estación de tren.
Las sensaciones sonoras que puedes percibir al entrar en un tren malayo son similares a las que puedes experimentar si pasas una noche en la jungla. La gente emite tantos y tan diversos ruidos que un ciego no tendría problemas para saber el número exacto de viajeros que ocupan su mismo vagón (y cada uno de los inmediatamente contiguos). Si además tiene el olfato fino no le resultará en modo alguno complicado identificar qué ha comido la gente hoy. Eructos, gritos, ladridos, flatulencias (diga peeedos!), carraspeos y ronquidos… la habilidad malaya para expresarse guturalmente no conoce límites y, sin duda, sobrepasa con creces la nuestra. Sonidos de los que nosotros nos avergonzaríamos aunque se debiesen a nuestras propias necesidades fisiológicas y los cascásemos en el baño y a solas son de lo más corriente entre la comunidad malaya.
La gente en este país adora las melodías de móvil, lo que unido a su debilidad por los pitufos maquineros y a que, o bien Nokia no ha incorporado la opción del volumen a este mercado o los malayos no la han encontrado, podría acabar por destrozar los nervios de cualquiera a tal nivel que hasta Iniesta podría llegar a perder los papeles. Otra opción que aún no controlan es la de ponerle un tono sencillo a los mensajes (el día que escuche un simple beep juro que me levanto y le pego un abrazo al díscolo), los pitufos maquineros deben de ser una especie de virus extendido a todas y cada una de las alertas del móvil. Ahora imaginaros la escena de la otra mañana, a un lado yo concentrado en mi libro y al otro un chaval en plena efervescencia adolescente periquiteando con alguna chavala con la que debió intercambiar unos doscientos mensajes en veinte minutos. Pese a mi fobia por cuidar los libros, la peor parte se la llevó precisamente éste, que debido a la tensión acumulada acabó como si lo hubiese estado estrujando mi sobrino de año y medio durante todo el trayecto. Era eso o ensañarme con la cabeza del pipiolo.
Pero si hay algo que no aguanto y que llevo realmente mal es la forma tan descarada en que la gente se te queda mirando. Levantas la vista del libro y ahí está, un individuo cualquiera (la mayoría de las veces suelen ser hombres) mirándote fijamente, como si aún estuvieses leyendo en lugar de estar fijándote en él. Tu reacción inicial es la de apartar la mirada pero al rato vuelves la mirada y ahí sigue, con cara de panoli, observándote. Mentalmente te cagas en él una y otra vez porque ya te ha cansado con tanta miradita y no puedes concentrarte en lo que estás leyendo; si estuvieses en otro país pensarías que tienes algo en la cara o que está tratando de transmitirte algo. Al final optas por mantenerle la mirada, pero él, muy burro, no la aparta. Me cago en tu puta madre, joder. La frase ya no es mental, ha salido de tus propios labios. La respuesta no se hace esperar: él, que no sabe lo que dices, te saluda como recién despertado de un sueño, te sonríe y por fin mira a otra parte.
Ahora sí, no todo el mundo es así de desaprensivo hacia el viajero insonoro; de hecho, la mayoría de la gente opta por dormirse en cuanto pone un pie en el tren. No es raro levantar la cabeza del libro y comprobar que las diez personas sentadas enfrente de ti, todas menos el cabrón que sigue mirándote, están dormidas profundamente cabeceando y poniendo caras. Están tirados los unos encima de los otros y se mueven rítmicamente al son del tren. En general, les encanta dormir en los medios de transporte. En mi último vuelo a Londres hubo gente que no abrió el ojo en las 13 horas de trayecto. Al de mi derecha me dieron ganas de pincharle con un palo a ver si aún seguía con vida. Les gusta tanto que una compañera de trabajo se quedó sorprendida al descubrir que no dormía en el tren -¿y qué haces durante ese tiempo?- me preguntó sorprendida. Controlarme, para no perder la cabeza, me dije.Sé que vivir en un país que no es el tuyo te obliga a enfrentarte a un montón de diferencias culturales, lo cual acepto e incluso disfruto en la mayoría de los casos. Es más, quizá sea ese el principal motivo por el que me encuentro hoy aquí. Pero dejémonos de jodiendas e imaginémonos los eructos, los pisotones y el juego de las miraditas dos veces al día, todos los santos días días del año. De ida y vuelta. Para cagarse.
3 comentarios:
No sé en Sha Alam pero en Plaza de Castilla no para ningún tren....
ha prometido zp que para finales de 2011 llega el ave a Rivas, y en 1 hora cincuenta estáis en Atocha!!
Coño! desde cuándo Rodrigo también escribe en este blog?? jejejeje!
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