viernes, 30 de octubre de 2009

miércoles, 28 de octubre de 2009

Un taxi en Manila

Aquel era el segundo taxi que cogía aquella mañana. El conductor, Ramón, le había dicho que tenía por delante al menos una hora de trayecto así que tiró del nudo de su corbata, se desabrochó el botón del cuello y trató de relajarse y ponerse cómodo. Contó el dinero de su cartera y se aseguró de que aún le quedasen suficientes billetes para afrontar el resto de gastos del día. Como medida de precaución, decidió guardarse en un bolsillo aparte los 750 pesos que tendría que pagar en el aeropuerto aquella misma tarde para salir del país.

Justo cuando creía que ya lo sabía todo sobre el sudeste asiático, llegó a Manila. En lugar de túnicas naranjas encontró túnicas negras, y donde debía haber monjes no había sino curas y monjas. En lugar de tuk tuks lo que vio fueron viejos jeeps del ejército americano reconvertidos para bien (o para mal) del transporte público y, lo que parecía aún más improbable, el fútbol le traía a la gente sin cuidado. Lo que aquí nos gusta es el basket, escucharía después. El bueno aquí no era Raúl sino Gasol.

A los diez minutos de trayecto, el taxista se giró y le preguntó de nuevo por la dirección.

- Just wanna double-check- se disculpó con un inglés cosido a puntales.

Bagon Silangan es el principal vertedero de Manila; se encuentra en Quezón City, y sirve de hogar a miles de familias que viven de lo que allí encuentran. La primera vez que leyó sobre este sitio fue en el libro de David Jiménez “Los hijos del Monzón”, lectura altamente recomendable, y al saber que tendría que venir a Manila volvió a buscar información sobre el lugar para saber si podría acercarse a hacer unas fotos.

- No problem, sir- le dijo anoche uno de los conserjes del hotel en el que se hospedaba- es un sitio bastante seguro, pero… ¿seguro que quiere ir?

Llevaba la cámara preparada y la tarjeta de memoria casi vacía. Durante los días que había pasado en aquella ciudad apenas había tenido tiempo de acercarse a la zona de Intramuros y lo cierto es que el lugar le dejó bastante frío. Si éste es el Top One de la Lonely mejor me acerco a echar un vistazo al vertedero, pensó.

Miró de nuevo el reloj e hizo cuentas mentalmente del tiempo que disponía antes de que saliese su vuelo. Observó por un segundo el tráfico y descartó la idea de pedirle a Ramón que acelerase. En su lugar le preguntó por los tifones y las inundaciones de la semana anterior. Su casa, como la del resto del barrio en el que vive, se inundó y de nada sirvió subir las cosas encima de las mesas. El agua llegó hasta aquí, le dijó señalándose el cuello. Al preguntarle por las noticias de la nueva tormenta que se aproximaba, el taxista se volvió y con muchos aires le respondió:

- When they say a typhoon is coming, then no typhoon is coming; when they say nothing is coming, then a typhoon is coming.

La mayor parte de los cuatro días en Manila los había pasado encerrado en un taxi. Resignado, miró a su alrededor y lo que vio no le dejó indiferente: una inmensa ratonera con cientos de miles de coches colapsando cada vía y cada salida. La calle en la que se encontraban parecía un Tetris de hierros con la partida a punto de finalizar. Por un momento su cabeza le llevó a Yakarta y se acordó de cómo se quejaban los empresarios españoles por las horas muertas que pasaban atascados en los taxis. Al menos aquí casi todos utilizan el taxímetro, se consoló.

Sin embargo, la tarde anterior le tuvo que pedir a un taxista que parase en medio del tráfico porque no lo quería utilizar. Al bajarse le dijo que ya había lidiado con suficientes embaucadores en ciudades mil veces peores que aquella y que se iba a buscar a otro de los miles de taxistas honrados que, gracias a Dios, quedaban en la ciudad.

Irritado, volvió a mirar el reloj. Llevaba hora y media montado cuando por fin le preguntó a Ramón por el lugar donde se encontraban. Sus cálculos eran bastante simples, contaba con algo más de cuatro horas para ir al vertedero, echar un rato haciendo fotos, volverse al hotel, recoger el resto de equipaje y emprender el camino hacia el aeropuerto.

Al no obtener respuestas, decidió insistir con la pregunta hasta que Ramón por fin se decidió a parar el coche. El taxista miró hacia un lado y se rascó la cabeza. Arrggh! gruñó, miró hacia el otro lado y se volvió a rascar la cabeza:

- I think we are- por un momento pareció detenerse y, tras armase de valor, dijo - I think we are lost, mister.

Me cago en ti y me cago en tu madre, joder!… le gritó con la boca cerrada y apretando mucho los dientes. Lo sabía. Me he pasado tres días currando para poder disfrutar de una mañana a mi aire y me la has jodido enterita, so cabrón! - se lamentaba él. Ahora, se encontraba a tomar vientos y con los cálculos, a priori sencillos, en negativo. Me cago en tu abuela coño! Seguía el monólogo en su cabeza.

Trató de serenarse y de ver las cosas en positivo. Le preguntó si tenía idea de cuánto tiempo les podía llevar salir de la cloaca a la que le habían traído para llevarle al vertedero al que quería ir. Ramón, sin atraverse a girarse esta vez, se dió la vuelta y le dijo, one hour mister. Ahora sí, ahora sí que sí, sentía que algo se despertaba dentro de él.

- Ramón… La-madre-que te-parió!

Consciente de lo ajustado de su itinerario y de que Ramón le había arruinado la mañana irremediablemente le pidió que le llevase de vuelta al hotel. Más se perdió en la guerra, pensó fijándose por primera vez aquella amañana en lo monstruoso de aquella ex colonia española.

Tres horas y media después de coger el taxi en Makati, cerró su puerta y le dijo adiós a Ramón.
Tras recoger sus cosas en el hotel le pidió al conserje que le llamase a un taxi de la calle. Los del hotel costaban 35 euros por la media hora que había de camino hasta el aeropuerto, más del triple que de lo que le había pagado a Ramón por toda la mañana, y tal derroche no parecía merecer la pena.

- Here it is- le dijo el uniformado conserje al tiempo que levantaba su maleta y la acomodaba en el maletero del primer taxi blanco que apareció.

Con algo más de margen del que necesitaba, emprendió el camino al aeropuerto. Al sentarse se fijó en que aquel coche se encontraba en pésimas condiciones, tenía el frontal abollado y en el interior de la puerta un triste y raquítico alambre servía como tirador. Al acelerar el coche graznaba cómo un pájaro afónico.

Diez metros después de salir, las cosas se volvían a torcer:

- It will take us about two hours and a half to reach the international airport, sir.
- Whaaaat!- Le respondió atónito- so cabrón, si me acaba de decir el conserje que se tardan cuarenta minutos.
- No, no, two hours to three hours, sir.
- Ok, enough! Para el taxi que me bajo.
- But Sir, the traffic
- Ni señor, ni hostias– le increpó mientras agarraba el maletín del portátil- O paras el taxi o me tiro, coño. Y haz el favor de abrirme tú la puerta, que todavía me pillo un dengue con el alambre éste.

Una vez en la acera, más cansado que enojado, no le quedó más que suspirar y dar media vuelta para recorrer los escasos veinte metros que le separaban de la puerta del hotel. Vaya mañanita llevo, pensó. Pidió otro taxi al mismo conserje que al verle de nuevo le recibió confuso y señalando con cara de estupefacción el lugar por donde acababa de marcharse.

- Me ponga otro taxi, joven. Y ésta vez que sea de los del hotel- Qué hostias! si lo paga el ICEX, pensó.
- Ok, sir but… where is your luggage?
- Mi equipaje está aquí en el…ehh –me caaaago en su puta madre! Oh no, Dios! la maleta!

En un tiempo de reacción que ni Michael Bolt, consiguió deshacerse del portátil y de la chaqueta, y emprendió a grandes zancadas la carrera hacia la calle, cabrón! cabrón! se le oía gritar, sólo para ver cómo el taxi del que se acababa de bajar se perdía de vista calle abajo. Vuelve cabrón! sollozaba sin aliento a punto de ser atropellado por otro taxi.

Hay momentos en que parece que el mundo entero se viene abajo y que todo alrededor deja de cobrar importancia. La ropa, la cámara, coñññño, gritó, la maleta ni siquiera era suya sino que se la habían prestado para el viaje. Con el cariño que le tenía a su iPod que iba para cinco años. Oh Dios! Los calzoncillos de flores heredados de su hermano, que eran del 90. No se lo podía creer. De verdad que esto no me puede pasar a mí, se lamentaba. Por un momento, ahí parado en medio de la calle, pensó que iba a llorar; lo veía todo negro, pero había algo que de repente vio muy claro:

- Es que soy gilipollas- gritó- G-I-L-I-P-O-L-L-A-S-!-!-!.

Una señora que caminaba en su dirección le miró horrorizada y, enseguida, se cambió de acera.

- Gilipollas!- la gritó.

Otro de los conserjes del hotel le puso una mano en el hombro y le preguntó si sabía la matrícula del taxi que se había marchado con su maleta. Sin abrir los ojos, le contestó que no, e intentó hacer memoria para tratar de recordar algo significativo del coche.

- Graznaba como un pájaro- fue lo único que acertó a decir.

Al momento no era sólo un conserje, sino media docena el personal del hotel que se arremolinaban a su alrededor. ¿Cómo ha sido? ¿Por qué no ha cogido la maleta? ¿Se acuerda del modelo del coche? Hasta que por fin escuchó aquello que toda persona a punto de derremburse quiere escuchar… No se preocupe, la recuperaremos.

Vestido con una camisa verde y pantalones negros, allí parado delante de él, se personificaba la mística figura que viene a bien de surgir en todo momento de crisis, aquel individuo sensato que tiene a bien de poner orden a base de utilizar la razón, donde sólo hay desconcierto y caos. Unos le llamarán héroe. No se preocupe, la recuperaremos, fue la primera cosa bonita que alguien le decía en todo el día. Otros le llaman simplemente… Señor Lobo.

Aquel tipo se hizo cargo de la situación eclipsando al resto de los presentes. Allí parado le preguntó por su nombre y se presentó. Le pidió que le relatase de forma simple lo que había ocurrido. Después le preguntó por el tiempo exacto que disponía para llegar a tiempo al aeropuerto. Más tarde le pidió a uno de sus colegas que entrase en el hotel para dar aviso a la policía, e instó a otros dos conserjes a que llamasen a todas las compañías de taxi de la ciudad. Vamos a contrarreloj y no dejaremos de intentarlo hasta que este chico recupere su maleta. Daba gusto ver cómo alguien imponía su autoridad y su carisma en medio de tanto enredo. Parecía increíble su mesura al explicarle a todo el mundo que disponían exáctamente de 42 minutos (si hacen ustedes lo que yo digo y cuando yo lo diga, debe bastar) para dar con un taxi en una ciudad de más de diez millones de habitantes, antes de que el caballero que había perdido la maleta tuviese que tomar otro taxi para no perder su vuelo.

Mientras pasaba el tiempo recordó algo en lo que creía cuando aún era muy pequeño. Lo había escuchado en algún sitio y entonces parecía algo demasiado lógico como para no ser verdad. Si la cantidad de gente necesaria, un estadio lleno, por ejemplo, se concentrase en una misma cosa, tal como prenderle fuego a un árbol en un bosque, dicho árbol se quemaría de forma instantánea por combustión inmediata. Parecía algo fantástico, pero durante unos instantes juguetéo con la idea de hacer un llamamiento a todo el mundo a su alrededor para que se concentrasen en traer al dichoso taxi blanco de vuelta. Aun así, pensó que si todo el mundo estaba tan nervioso y cansado como él, la idea no funcionaría.

Al rato, un coche de policía hace su aparición en la entrada del hotel. Se viven unos momentos de confusión hasta que alguien consigue explicar que no ha habido ningún robo.

- Simplemente sucedió que aquel chico de allí, el de la mirada perdida, ha olvidado la maleta en un taxi.

Durante los siguientes treinta minutos no pudo sino pensar en todo lo que perdería si no recuperase la maleta. Cada movimiento que hacía era torpe e incierto, como si no estuviese seguro de que sus manos y sus pies pudieran hacer contacto real con las cosas que tocaba. Se sentía ligero, como un astronauta en la luna, y a la vez pesado, como un cuerpo atado a una viga de acero en el fondo del mar. Entretanto pensaba en el tiempo que invertiría en un futuro próximo en contar a sus amigos y familiares aquella anécdota, en cómo la repetiría una y otra vez en fiestas y reuniones, añadiéndole un poco más de emoción aquí o dándole un toque más grotesco cada vez. Incluso se vio a sí mismo contándole la historia a sus nietos, una vez en Manila...

De repente, el señor de la camisa verde levantó el brazo y gritó desde el interior del hotel que habían localizado al taxi. Para él fue como despertar de un sueño profundo; estaba tenso y con los músculos del cuello agarrotados. No podía creer lo que oía, ese señor había conseguido lo imposible, había dado con una aguja en un pajar.

Efectivamente, el taxista de las dos horas y media al aeropuerto hizo su entrada en el hotel exactamente cuarenta minutos después de que el señor de la camisa verde tomase las riendas. La maleta se encontraba en el maletero que al abrirlo no sonó con sonido de trompetas triunfales ni se iluminó con maravillosas luces cegadoras. Todo era normal, un coche, una maleta, un conserje ayudando a recogerla.

Al ver que todo estaba en su sitio, ropa, cámara y calzoncillos, sintió un alivio como no nunca antes. Sintió que tenía 12 años y que aprobaba las matemáticas, sintió que la vida le volvía a sonreír una vez más y que el mundo volvía a girar. Exultante, se echó mano a la cartera y sin pensarlo se puso a repartir pesos a todo el mundo que le había prestado algo de ayuda. El taxista que honradamente le había devuelto la maleta fue el primero en recibir algo de dinero; después llegaría el turno del personal del hotel, que lo recibiría con gran profesionalidad y gran disimulo. El dinero circulaba como en un casino de Las Vegas. Por último, quedó frente a frente con el caballero de la camisa verde. Al ofrecerle el billete, éste levantó los brazos y con una sonrisa en los labios dijo que no hacía falta y que lo había hecho todo con mucho gusto.

Una hora más tarde, alguien le vio bajar del último taxi que cogería en Manila. Para no perder la recién adquirida costumbre, le vieron ofrecerle una pequeña propina al conductor que le había llevado a tiempo hasta la terminal de vuelos internacionales. Antes de emprender los últimos diez metros que le separaban de la entrada, alguien le vio recoger su maleta con una fuerza inusitada, como si la fuese a perder en cualquier momento. Su cara y su semblante transmitían una energía especial. Estaba sonriendo.

sábado, 24 de octubre de 2009

viernes, 16 de octubre de 2009

3 Cuartos de Club

El Jet lag, también conocido como descompensación horaria, disritmia circadiana o síndrome de los husos horarios, es un desequilibrio producido entre el reloj interno de una persona (que marca los períodos de sueño y vigilia) y el nuevo horario que se establece al viajar en avión largas distancias, a través de varias regiones horarias.

Entre los posibles síntomas provocados por el jet lag se encuentran: cansancio general que es el más frecuente, problemas digestivos - vómitos y diarreas, confusión en la toma de decisiones o al hablar, falta de memoria, incapacidad para escribir sobre las vacaciones, irritabilidad…

Llegamos a Kuala buscando el seis, número talismán, para pasarlo teta en agosto. Empezamos en Guanana Lampur, donde se descubrió nuestra falta de práctica en el regateo, hasta que llegó el “Nygociador”, cambiando empujones por rebajas.

Bali, el paraíso. Ubud, Sunset Hills, templos, anocheres frustrados, sonrisas nativas, cajeros donde sacas millones e iPhones, monkey forest, regateos en indonesio, ceremonias balinesas, motos que cagaban bolitas de plomo, Baron, empujones, otro Baron, pool, Bintang, etc.

Llegamos al sur buscando las olas, Kuta y Legian, el Benidorm balinés. Hubo de todo, baños nocturnos, espumillas, revolcones, alguna bien pillada, quillas partidas al apurar las olas hasta la orilla. Años después de haber tirado la toalla, David vuelve a sentir el gusanillo al deslizarse en una ola, ¡objetivo conseguido! Otro surfero para el grupo.

Mabul, una isla para perderse en toda regla, con sus palmeras, sus cocos, su agua cristalina y sus hoteles sobre pilares en medio del mar. Lo que se lleva allí es el buceo y no me extraña. En cuanto te asomas, cientos de ojos te miran incómodos desde la profundidad. Tuvimos un encuentro con las jellyfish, que con sus pequeños y delicados tentáculos, nos dejaron hechos un cristo. Con un baño de vinagre te quedas bien, nos dijeron. Suerte que no hizo falta mearnos unos a otros a lo bukkake amarillo.

De los templos de Angkor ya habéis podido leer muchas cosas en este blog. Nosotros reseñaremos que ni en el centro de Camboya se…

lunes, 12 de octubre de 2009

Los Galácticos

La luz tenue de los fluorescentes ilumina la estancia del viejo aeropuerto. Por fin me llega el turno de presentar el pasaporte. El agente de aduanas indonesio lo recibe con hastío, lo abre sin mucho cuidado y lo inspecciona en busca de la fecha en el visado de entrada. Antes de devolvérmelo se fija curioso en la cubierta.
- Ah! Español?– suelta mirándome a la cara por primera vez– ¿puedo preguntarte algo? ¿Qué significa ehhh…– echa un vistazo a su compañero en busca de ayuda y al no encontrarle con la mirada estira el brazo para alcanzar el periódico. Susurra en voz baja lo que va leyendo y repasa cada titular con el dedo índice. Al fin levanta la vista para ver por encima de las gafas y, con voz dubitativa, lee despacio- “los Ga-lác-ti-cos”, qué significa “Los Galácticos”?
- ¿Galácticos? Galáctico significa estelar, que brillan como las estrellas– respondo yo divertido.
- Ah! Como las estrellas– repite el oficial satisfecho mientras aparta el periódico y fija de nuevo la mirada en mí- ¿y tú… de qué ciudad eres?
- Pues yo soy de Madrid.
Parpadeo rápido, boca muy abierta y mirada entusiasmada del agente:
- Ooooh! Galáctico!

lunes, 5 de octubre de 2009

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Toraja Malavi

Estamos en las tierras altas de Sulawesi, un lugar rodeado de montañas imponentes y campos de arroz inmensos. Aquí cualquier cosa es colosal y todas las miradas acaban por perderse en el horizonte. Es la época seca y quizá por eso los paisajes hayan perdido parte de su esplendor. Estas tierras son habitadas desde hace siglos por los Toraja, gente humilde y de vida sencilla, cuya actividad principal es la agricultura. Sin embargo, durante un par de meses al año la comunidad Toraja se transforma, inundando cada rincón con sus rituales y ceremonias ancestrales.Según la tradición, tiene que pasar un tiempo prudencial desde la muerte del difunto y su posterior entierro. Lusia murió hace ahora dos años. Era maestra y, por ello, muy querida y conocida en la comunidad. Su imagen en blanco y negro adorna una de las casas tradicionales del pueblo que se ha construido exclusivamente para festejar su funeral y dar cobijo a los cientos de invitados. En total cuento más de veinte casas Toraja, todas engalanadas con cintas de colores y cuernos de búfalo, todas construidas según el estándar regional, emulando los cuernos del búfalo o simulando un barco panza arriba. El funeral durará al menos tres días.

No estaría exagerando si dijese que a nosotros casi nos ha llevado el mismo tiempo llegar hasta aquí. Si me pongo a echar cuentas, tres horas de avión y nueve de autobús por aquí, una de taxi y casi otra en motocarro por allá, descubro que hubiese tardado lo mismo en cubrir los 12.000 kilómetros que me separan de España en avión que llegar a tiempo a este rincón de Indonesia, a tiempo para al entierro de la querida Lusia. Triste, reflexiono sobre esta circunstancia, sobre la muerte y sobre la distancia. Por unos momentos mi cabeza me traslada allí, a mi casa, al lugar al que pertenezco y al funeral que me corresponde.

Al morir, un Toraja sólo podrá ir al puya, o paraíso, una vez su funeral se haya celebrado acorde a la tradición. Hay que impresionar a los dioses y por eso hay que matar tantos búfalos, ese es el significado del sacrificio, nos cuenta Achukp, la persona que nos ha invitado a presenciar el rito. Además, el camino a puya está lleno de valles y montañas y la ayuda de los búfalos es necesaria para llegar sin percances.
Los familiares de Lusia han tenido que vender parte de sus tierras y pedir dinero prestado para organizar la ceremonia. Nos cuentan que para muchas familias la muerte de un familiar significa su ruina absoluta. Afortunadamente, casi todos los hijos de Lusia trabajan en Yakarta desde hace tiempo y todos han podido aportar su granito de arena. Uno de ellos se acerca a nosotros y nos cuenta que su cuerpo ha permanecido postrado en la mejor estancia de la casa familiar desde el día en que murió. Aunque ha sido conservado gracias a una inyección de un brebaje elaborado a base de hierbas y raíces su estado, nos dice, se ha deteriorado mucho en los últimos meses.

A ratos, la ceremonia se me hace lenta y muy pesada. Como en el resto de Indonesia, aquí no importa que los niños anden jugando a la pelota ni que los mayores no apaguen sus cigarrillos de clavo mientras toque rezar. Aquí no hay tonterías, lo importante es la celebración en sí y no las formas. A un lado, un corro de hombres canta y baila unidos únicamente por sus dedos meñiques. Se mueven despacio, al ritmo de sus propias voces que apenas se distinguen entre el griterío y las charlas del resto de asistentes. Habrá que hablar aún más alto, pensarán, si quiero que se me oiga entre tanto berrido de cerdo que se escucha. A escasos metros siete ancianas marcan el ritmo golpeando unas cañas de bambú contra un mismo tronco, mientras que en el centro de la plaza, decenas de cerdos se apilan a la espera de ser degollados.El tiempo ha pasado despacio pero al fin llega el momento grande de la fiesta. La plaza, rodeada de gente y miradas curiosas, simula ahora un ring de boxeo. De un lado del poblado comienzan a aparecer búfalos. Llegan también despacio, sumisos, fieles como siempre a los impulsos de sus amos que tiran con fuerza de la anilla que prende de sus narices. Ajenos a lo que se les avecina se muestran tranquilos, como si fuesen un invitado más a la fiesta de Lusia. Al otro lado del cuadrilátero, con un cigarro calado entre los dientes, aguarda impasible el matarife.

Han pasado diez minutos desde que empezó la carnicería y cuatro de sus iguales yacen postrados con la garganta abierta en el suelo. El animal, siguiente en la fila, no tiene pinta de ser consciente de lo que está sucediendo. De naturaleza mansa, sigue sereno en compañía de su dueño. Mi impresión es que, pese al olor a sangre y pese a los bramidos anteriores, el búfalo no entiende que va a morir. El alboroto de la muchedumbre que los rodea no difiere mucho a cualquier otro día en el mercado ¿Por qué debería ser diferente? Al fin le llega el turno y, guiado una vez más por la mano que tan bien conoce, levanta la cabeza sin saber que mediante este simple gesto de obediencia le está ofreciendo en bandeja su corpulento cuello al verdugo. No sabe que éste ha sido su último acto. Instantes después, desesperado y sin aire, con la mirada horrorizada, el búfalo cae abatido al suelo para morir en cuestión de segundos. Degollado.Irónicamente, la muerte del animal ha dado paso a la nueva vida de Lusia. Todo el mundo ha quedado contento y los familiares descansan felices tras meses de preparativos. Al retirarnos, me voy pensando en el funeral y en el significado tan diferente que la muerte tiene aquí. Miro hacia abajo y pienso en los zapatos negros que llevaría hoy de estar en España. Miro hacia el cielo y, triste de nuevo, vuelvo a pensar en ella.

viernes, 25 de septiembre de 2009

martes, 15 de septiembre de 2009

4095

Dicen que es por culpa de la altura, el dolor y el insomnio. Hace calor bajo la manta y no puedo dormir. La cabeza me lleva doliendo todo el día y las pastillas que he tomado no surgen ningún efecto. Comparto habitación con tres ingleses que ya dormían cuando yo llegué. Una papeleta que dice “You go to sleep with the others” me ha separado por una noche de mis compañeros, que duermen en otro cuarto similar al mío. Termina la última canción de Lost Channels, disco que he usado como somnífero sin mayores resultados, y decido apagar el iPod. A ver si así consigo dormir algo.

El día, que amaneció caluroso y soleado, toca a su fin con frío y lluvia. Entre lo uno y lo otro hemos recorrido siete kilómetros, cifra casi ridícula si no añadimos que han sido cuesta arriba. Muy cuesta arriba. En total, hemos salvado un desnivel de más de 1.200 metros, los que separan la entrada del Parque Nacional del Monte Kinabalu y el pequeño refugio de Laban Rata en el que ahora no consigo conciliar el sueño. Y en el que, oh suerte la mía, se ha estropeado la calefacción y el agua caliente.

En apenas unas horas sonará el despertador y tendremos que continuar la marcha. Otros dos mil metros más en línea recta y otros casi mil en línea vertical. Aunque no sea por baldosas amarillas el camino está bien marcado y es fácil de seguir, ahora por unas piedras, ahora por unas cuerdas. Cuando te paras y miras hacia adelante el alma se te cae a los pies al ver lo que te espera. Si miras hacia arriba, ya ni te cuento.Sueño que antes de acostarnos hemos jugado a las películas y que hemos enseñado a Hoh, nuestra compañera de viaje china, a jugar al policía y al ladrón. Sueño que no disimulaba bien la forma de morir y que el asesino siempre era descubierto por su culpa. Qué poca picaresca tenéis los chinos, digo. ¿No será que a los españoles os sobra un poco? contesta ella haciéndose la indignada.

Sueño que ya me dolían las piernas cuando comenzamos la última parte de la ascensión. Me abrigo bien, me colocó el frontal por encima de la gorra y miro el reloj, las dos y media de la mañana. El desnivel es, si cabe, mucho más pronunciado que ayer, con el alivio de que ahora la oscura claridad (toma oxímoron!) de la luna, en cuarto decreciente, no ilumina lo suficiente para ver lo que tienes por delante. Me agarro a la cuerda y tiro con todas mis fuerzas, no quiero seguir cargando las piernas que aún nos queda mucho.

Sueño que la última parte se convierte en una pesadilla, aún está muy oscuro, me falta el oxígeno y cada paso me cuesta un mundo. Si miro hacia atrás veo de lejos como pasan una escena de La noche de los muertos viviente, decenas de luces caminando despacio hacia mí, sin fuerzas, zigzagueando de forma etílica, como zombis. Alguien dice que ya no puede más y un guía se acerca para ayudarle. Me cuesta respirar y a cada poco tengo que parar a coger algo de aliento. Trato de respirar hondo cuando veo a otro guía que comienza a descender. Al pasar a mi lado veo (¿o sueño?) que va cargando con un montañista lesionado a la espalda. Ni siquiera la carga de Frodo era tan pesada, pienso. Miro hacia arriba y, como puedo, vuelvo a poner un pie delante del otro. Izquierda, derecha. Izquierda, derecha… Dicen que cuando tu cuerpo no puede más la voluntad es lo único que te hace seguir adelante.Me giro entre sueños y veo el sol aparecer al otro lado de la litera. Surge de la nada, por fin, poderoso e implacable, iluminando con tonos naranjas todo lo que nos rodea. Pronto los rayos comenzarán a calentar mi cara agarrotada por el frío, pero antes me concedo un minuto para pensar en dónde estoy y lo que me ha costado llegar hasta aquí. En algún sitio leí que, cuando John Krakuer, montañista y alpinista, llegó a la cima de alguna montaña de Alaska dijo que no sintió nada, que el sacrificio que le había llevado a coronar aquella cima, no compensaba en modo alguno lo que veía. Miro hacia las nubes que nos rodean cientos de metros montaña abajo y sonrío. Aunque sólo sea un sueño me alegro de no sentirme igual que el tal John.

Sigo dando vueltas y más vueltas en la cama. Oigo la lluvia sobre el tejado y el sonido se me mete en la cabeza como una taladradora. Cierro los ojos y pienso que estoy en mi oficina, han pasado dos días desde que hicimos la excursión y descubro en internet que el Monte Kinabalu, maldito seas! no es la montaña más alta del sudeste asiático como gustan de presumir los malasios. Alguna otra de Birmania, sigo leyendo, llega a los cinco mil. Pues sí que van a tener picardía los malasios oye, rectifico.

Continúo con la nariz pegada a la pantalla hasta que mi vista tropieza con el siguiente dato, la montaña tiene 4.095 metros de altura. Aunque haya parecido un sueño, eso no me lo quita nadie.Me palpo los muslos y pienso en estos dos días que llevo andando a lo chiquito por culpa de las agujetas. Sueño que sueño. Por fin suena el despertador, son las dos y media de la mañana…

martes, 8 de septiembre de 2009

Dos Uve Dobles con Sombrero

Por lo nervioso que está parece que fuera su primer día de trabajo. Una chapa en la solapa dice que su nombre es Kook y aunque seguro que lleva años haciendo lo mismo tiembla como un flan cuando nos pregunta por la duración de nuestra estancia. Agacha la cabeza y apunta afanoso, dos noches. No pregunta más y nosotros callamos, que nos escucha hablar y se traba. El, que así lo prefiere, nos sonríe envíandonos sus señales de complicidad. Con la mirada en el suelo nos extiende los tickets para el desayuno, de siete a diez. Es joven y probablemente tenga una familia esperándole en algún sitio.

Nos encontramos en el mes de septiembre. Del año 2009. Una soleada mañana de domingo en un mes especialmente lluvioso, monzónico. Tuerzo el gesto, miro hacia arriba y doy gracias a los dioses por los claros entre las nubes. Nos desplazamos en longtail, un tipo de embarcación más que típica en el sur de Tailandia. En la popa, Aaron, nuestro capitán, trata de salvar las embestidas del mar más violento que he visto en los dos últimos años esforzándose tanto como puede con el timón. Recuerdo su nombre porque coincide con uno de los personajes de otra de las islas más famosa de la televisión. Tampoco habla inglés y a duras penas acierta a decir snorkelling o sunset. Nosotros, según él, venimos de Sipaña, del país campeón de fútbol. Imagino que antes fue un simple pescador.
El resto de pasajeros en la barca conforma un puzle de nacionalidades tal que, sobre un tablero, dibujarían las líneas del continente europeo. Un portugués, cuatro italianos, dos inglesas y nosotros, dos españoles. Además se nos colaron un australiano y su novio chino, y cuatro jovencitas, tailandesas, que acompañaban a los italianos. Once turistas en total, un capitano, como le dicen los spaghetti, y cuatro chicas de compañía. Nuestro destino: La Playa.

Entre el primer y el segundo mes de 1999 se rodaba allí una película basada en el libro de Alex Garland que, para bien o para mal, cambió el destino de estas islas para siempre. Hace diez años, la “20th Century Fox” elegía Ma Ya Bay como escenario central para el film y su presupuesto de cuarenta millones de dólares. Convencidos de que el paraíso además de arena blanca y aguas turquesas debía tener palmeras, plantaron 78 en las inmediaciones de la playa, utilizando para ello excavadoras que convertirían el idílico enclave en un set de rodaje más, dañando, según algunos ecologistas, su ecosistema de forma irreparable.

Hace cinco años un tsunami asoló las costas de todo el sur de Asia, dejando decenas de miles de muertos y kilómetros de destrucción a lo largo y ancho del continente. Cosas del destino, al alcanzar la Playa en cuestión, el tsunami mejoró drástricamente su aspecto retirando la basura acumulada durante años y devolviendo las dunas a su posición inicial. Una drámatica recompensa para los tailandeses, los phiphienses o phiphinos, que veían como finalmente recuperaban de nuevo su Playa original. Fue un Boxing Day de la navidad de 2004.

Y probablemente, entonces, hace cinco años, ella estaba aquí, en Phi Phi, cuya traducción al tailandés escrito muestra dos uves dobles con sombrero. No sé su nombre, pero tampoco habla inglés. Se encuentra detrás de una plancha y un cartel amarillo que dice “fast food”. Hamburguesas, perritos calientes y, sobre todo, “thailand pancakes”, su especialidad. Prepara la comida con la parsimonia típica del trópico, despacio pero sin pausa, ahora uno de nutella, ahora uno con banana, y te señala los ingredientes con la mirada, hablando sin decir una palabra. Afinando el oído por encima del ruido de las olas puedes escucharla entonando una antigua canción. Al terminar te ofrece el cambio con una sonrisa en los labios y te despide feliz, casi entre risas. Probablemente, un día se dedicaba a la agricultura.

Su dulzura contrasta con las gafas de sol y las chanclas que encuentras calle arriba. Chicos y chicas jóvenes, casi adolescentes, australianos o ingleses en su mayoría, meros imitadores del joven mochilero británico, el novelesco e idolatrado Richard, te asaltan desde sus tiendas ofreciéndote cursos de buceo, clases de cariocas de fuego (¿qué cojones? pienso) o excursiones por el mar. Por un momento la isla me parece artificial y extraña, como si hubiese sido tomada por alienígenas de rastas decoloradas y gafas de colores. ¿Guiris repartiendo pases en las puertas de los bares? Ja! Eso era algo que me faltaba por ver. La visión me pareció obscena, antinatural. Como los argentinos en Huertas, de corta y pega.

Es Tailandia y su sur, pienso. Turismo anglosajón de cerveza y barrigas sobre mini speedos.

Al volver de Sipadan dije que, casi con toda seguridad, no iba a volver a pisar una playa tan bonita en toda mi vida, ni a ver un agua tan transparente, tan turquesa. Tres semanas más tarde, comprendo lo gratuito y absurdo que resulta hacer afirmaciones absolutas. Gracias a los dioses, volvía a estar equivocado.

lunes, 24 de agosto de 2009

No Comments

Amnistía Internacional (AI) ha instado al Gobierno de Malasia a que intervenga para evitar que una modelo de religión musulmana que bebió una cerveza sea azotada en cumplimiento de las leyes islámicas. Kartika Sari Dewi Sukarno, de 32 años, fue condenada el pasado julio a seis latigazos y a una multa de 5.000 ringgit (unos 2.000 dólares) por consumir alcohol en una sala de fiestas del estado de Pahang, al este de Malasia.

"Azotar es un castigo cruel, inhumano y degradante, y además lo prohíbe la legislación internacional sobre Derechos Humanos", indicó la organización en un comunicado. De llevarse a cabo el castigo, esta modelo que trabaja en la vecina Singapur y es madre de dos hijos, será la primera mujer en ser azotada en Malasia, bajo la sharia o ley islámica que se aplica a la población de religión musulmana. Cuando el tribunal de Pahang anunció el fallo, el fiscal a cargo del caso declaró que el objetivo de la pena "es educarla, más que castigarla".

Los hechos por los que fue declarada culpable se remontan a hace un año, cuando la modelo asistió junto a varias amigas a una fiesta playera y el camarero que le sirvió la cerveza no le pidió su documentación para verificar que no era musulmana. Alguna persona se percató de que bebía cerveza y alertó a la Policía, que detuvo a la mujer.

El consumo de alcohol es un asunto polémico en Malasia, donde un sector de la mayoría musulmana quiere extender la prohibición a las minorías china e india e implantar una "ley seca" en todo el país. En Malasia, los azotes se dan con
un látigo de ratán de un metro de largo y humedecido antes de ser empleado por los funcionarios de prisión a cargo de aplicar el castigo corporal.

Fuente: EFE

miércoles, 19 de agosto de 2009

El Canto de la Grulla

Hacía tiempo que pensaba en escribir sobre este tema. Tiene que ver con algo sobre lo que ya os hablé el año pasado y que, casi inconscientemente, he ido dejando siempre para más adelante. Pero ha llegado el momento de recurrir, de nuevo, al mismo tema, escatológico y excrementicio, de los cuartos de baño.

Puede resultar complicado entender ciertas prácticas desde nuestro común e impecable decoro occidental. Es más, seguro que casi todos tenemos la certeza de que sólo hay una forma de utilizar un cuarto de baño. No tiene mucho misterio; te sientas, te relajas, coges una revista (opcional) y terminas. Tan simple que yo mismo pensaba que si teletransportases a un troglodita hasta nuestros tiempos y le plantases delante de una taza de váter, él solito sabría cómo utilizarla.

Demostrar esta teoría resultaría altamente complicado, por no decir imposible, por lo que si quisiésemos continuar con el experimento no nos quedaría otra que cambiar el sujeto de estudio. Por ello tomaremos como muestra no un individuo del pasado sino un país entero del presente, por ejemplo, Malasia.

El método científico dice que el primer paso para confirmar una teoría consiste en la observación. Bien, después de 10 meses en Malasia, puedo decir que ya he visto suficiente. Y si a eso le sumamos el tiempo que pasé en Indonesia, seguro que ya he visto más de lo que aconsejan los psiquiatras (si fuese un personaje de la Llamada de Cthulhu tendría el nivel de cordura bajo cero). Una de las cosas que más me llamó la atención, por ejemplo, fueron lo sucias y gastadas que estaban las tapas de las tazas de váter en los sitios públicos. Allá donde iba las encontraba grisáceas y con unos surcos extraños en la parte donde te sientas, algo parecido a arañazos, como si los mojones malayos se aferrasen a la vida. Más tarde observé que sólo se formaban colas en aquellos cubículos que no tenían taza, consistentes en un simple agujero en el suelo. El resto, con váter, estaban vacíos la mayor parte del tiempo. Van contra natura, pensaba.

¿Por qué de este comportamiento? ¿Tendría algo que ver con las manchas grises y los arañazos? Entonces un día vi este cartel en un cuarto de baño y comprendí, estupefacto, como mi teoría del troglodita había sido refutada, y no por un individuo asocial y aislado procedente del pasado, sino por toda una nación.

En Malasia la gente se sube a los retretes para hacer sus necesidades! Plantan los pies en la tapita de plástico, ahí donde luego yo acomodo mis posaderas, y como si nada se acuclillan para hacer sus asuntos. Ni a los guionistas de cocodrilo dundee se les habría ocurrido semejante aberración!

Lo gracioso, y lastimoso, del asunto es comprobar cómo las autoridades malayas, conscientes del error, tratan de aleccionar a su pueblo, confundido y aferrado a sus costumbres, sobre el uso adecuado del inodoro. Con cómics y carteles, de lo más irónico. Esto les pasa por no haber aprendido la lección a tiempo, claro que imagino que cuando los ingleses, ingenuos como son, instalaron los primeros baños en el país tropical no creyeron necesario explicar su correcta utilización; “hasta un troglodita sabría cómo hacerlo”, pensarían.

El cuarto paso de la teoría científica invita a probar la hipótesis mediante la experimentación, pero una vez refutada la teoría me niego a ir más allá. Adoptar la posición de la grulla debe resultar complicadísimo y, como se puede apreciar en los carteles, altamente peligroso. Casi esperpéntico. Tanto que si lo hiciesen los del Circo del Sol lo llamarían arte.

Pensándolo detenidamente me surgen muchas preguntas. Si no se quieren sentar, ¿por qué no ponen trocitos de papel, o por qué no se reclinan sin más? ¿o por qué no hacen como nosotros y acercan el trasero sin llegar a tocar la taza? O puestos a ser más brutos, ¿por qué no enfrentarse a la taza cual Clint Eastwood en pleno duelo o cual Rivaldo listo para lanzar un libre directo, de pie, pero en el suelo, y con la taza entre las piernas arqueadas? Raúl lo tendría fácil.

Pero si hay una pregunta recurrente y que no puedo dejar de hacerme es, ¿por qué cagar en cuclillas cuando puedes cagar sentado?

miércoles, 12 de agosto de 2009

El Efecto Maison

Miraba aquellos papeles y me hacía el loco. Yo creo que servirá, pensaba, total,los tengo todos menos uno y ya he presentado el resto de documentación. Se trataba del expediente académico; lo había pedido un par de años atrás para presentarlo en el trabajo, ese mismo que estaba a punto de abandonar, e, inexplicablemente, no encontraba una de sus hojas. Había perdido la número siete. No pasa nada, total, es sólo una página, pensaba.

Por aquel entonces aún no conocía una de las máximas del ICEX: lo tomas o lo dejas, como las lentejas, o todo o nada, como en la ruleta rusa, o presentas antes del viernes el documento completo, con-todas-y-cada-una-de-sus-doce-páginas, o llamamos al siguiente candidato.

No estaba del todo seguro de que aquella decisión fuese la más acertada así que zanjé la cuestión lanzándoles un órdago. No iba a dejar que aquella panda de burócratas me pasase por encima. Si por una hoja de papel me van a montar ésta, ya se pueden ir buscando a otro. Di media vuelta y volví a mi oficina. Me senté en mi mesa y respiré aliviado, ¿por qué habría de arriesgarlo todo?

Aquella misma tarde me armé de valor y subí a hablar con mi jefe. Había pospuesto el tema de aumento por si finalmente abandonaba la empresa, pero había llegado el momento de agarrar al toro por los cuernos y luchar por aquello que tanto había ansiado durante los últimos meses. Casi había descartado la idea de la beca así que, después de todo, me sentía legitimado para exigirlo. Aún así, le hablé de la oferta y de los exámenes que había pasado, del máster que me ofrecían y del año en la embajada. En realidad, la beca ya no era más que una simple coartada, una encerrona. La presión de irme y dejarlos tirados era mi estrategia.

Aquellas navidades las pasé en casa, con los míos. La estrategia funcionó y para celebrar la subida de sueldo compré un montón de regalos. Al ver el extracto bancario de enero decidí abrir una cuenta corriente extra para ahorrar algo de dinero y poder comprar los muebles de la casa. Aún quedaba más de un año para que me la diesen, pero ya llevaba tiempo viendo cosas y empollándome el catálogo de IKEA.

Seguí trabajando en aquella oficina. La gente era genial y cada día, a la hora del desayuno, celebrábamos una pequeña reunión para hablar de fútbol, nuestro sanedrín particular. El rondo, le decíamos. El verano se fue como llegó, rápidamente y sin apenas tiempo para disfrutarlo. En otoño asistiría emocionado al nacimiento de mi primer sobrino, Nicolás, y vería como mi vida se llenaba, poco a poco, de más y más mocosos. Mi mejor amigo me dijo que iba a ser padre, mi primo y su novia esperan para septiembre a la princesa bohemia y últimamente ando aleccionando a Sofía sobre cómo mantener a raya a los matones del cole de mayores, que empezará el año que viene.

Por Facebook encontré a varios compañeros de clase y, en mayo del año pasado, decidimos hacer una quedada para contar batallitas y recuperar el tiempo perdido. Eran no menos de las cinco de la mañana cuando recién orinados en la puerta del colegio decidimos recogernos a casa. Los meses pasan fugaces uno detrás de otro, como coches en una autopista. Junio de 2008 me vio celebrar el gol de Torres en la Cibeles, y el de 2009 tirarle de las orejas a mi abuela en su 99 cumpleaños.

Aún hoy conservo el mismo trabajo, la misma gente, los mismos clientes. Hace unos meses me ascendieron y por fin pude cambiar de coche. Jamás me arrepentí de rechazar la beca y quedarme; es más, ni siquiera he vuelto a pensar en ello. Me considero una persona feliz y no me cambiaría por nadie.

Muchos sabréis en qué consiste el efecto mariposa. Para los que aún no lo saben diré que el nombre proviene de un antiguo proverbio chino que dice así, “el aleteo de las alas de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo”. O dicho de un modo aún más poético, el aleteo de una mariposa en Hong Kong puede desatar una tormenta en Nueva York. La teoría viene a decir que la más mínima variación en las condiciones iniciales puede provocar que el sistema evolucione de una forma totalmente diferente. Esta interrelación causa-efecto, concluye el artículo, se da en todos los eventos de la vida.

Aquella fría mañana de diciembre de 2007 ni lancé un órdago al ICEX, ni me tiré ningún farol en el despacho de mi jefe. La verdadera historia cuenta que salí hecho un flan de las oficinas del ICEX. Quedaban solo dos días para presentar la documentación y a mi me faltaba la página siete del dichoso expediente. Al llamar a la universidad me dijeron que tardarían entre dos y tres semanas en tener listo una nueva copia. Sudores fríos caían por mi frente, no me podía creer que después de medio año de exámenes y agobios, el destino me fuese a jugar tamaña jugarreta.

Decía que llegué al trabajo totalmente abatido. Allí me encontré con Maison, que para variar estaba con un bajón aún peor que el mío. Amigo y confidente, al contarle mi problema enseguida se ofreció a ayudarme. Sus padres, me contó, trabajaban en la universidad y quizá podrían conseguir que el rector firmase mi nuevo expediente en un tiempo récord. Dos días después conseguí, gracias a él, entregar el documento, flamante página siete incluida, apenas minutos antes de que las oficinas del ICEX cerrasen el plazo.

Hoy me pregunto cómo serían nuestras vidas si hubiésemos tomado otras decisiones, qué hubiese pasado si hubiese sido Brasil en lugar de Indonesia y, sobretodo, qué hubiese pasado si no llega a ser por Maison. Al mirar hacia atrás veo a lo lejos un montón de trenes que dejé pasar, mientras que si hago memoria veo otros muchos que cogí sin saber a dónde me llevaban. Quizá la clave esté en no comerse la cabeza y en no fijarse de dónde vienes, si no a dónde vas. Como el chico de la otra historia, hoy, dos años y medio después, también me considero una persona feliz y afortunada, y hoy tampoco me cambiaría por nadie.
Esta entrada está dedicada, como no, al Gran Maison.

martes, 4 de agosto de 2009

Test Drive 2009

Era el primer ordenador que teníamos, solo tenía cuatro colores (¿CGA?) y una tapa a un lado de la pantalla para insertar diskettes de cinco un cuarto. Digital Vax Mate, ese era su nombre.

Estamos a finales de la década de los ochenta, algún año perdido entre la noche vieja de Sabrina y el mundial de Italia. Un tiempo en el que todos los juegos funcionaban aún bajo la combinación mágica del O-P-Q-A. En aquel entonces era mi padre quien, de cuando en cuando, traía algún juego a casa. El LHX de helicópteros, aquel otro de golf o, el que sería nuestro primer juego de coches en un ordenador, el Test Drive.

Lo cierto es que el juego era lo más para aquella época. Podías elegir entre varios coches, un Ferrari, un Porsche, un Lamborgini, tenía retrovisor donde ver los coches que habías pasado y la policía te perseguía, e incluso te multaba, si te pasabas el límite de velocidad delante de ellos. Todo era perfecto salvo por una cosa, las marchas.

Las dichosas y complicadas marchas. Yo tenía menos de diez años y aún no tenía la menor idea de utilizarlas. ¿Para qué leches sirven? pensaba. El maldito coche se quemaba si no conseguías cambiar a tiempo y a mi lo que me molaba era acelerar y torcer. El freno y, sobretodo, las marchas me traían sin cuidado. Para evitar mayores problemas perfeccioné una técnica a la salida que consistía en subir de primera a quinta directamente y acelerar a tope hasta coger velocidad. Ni que decir tiene que el coche iba cagado hasta que no alcanzaba los 100 km/h y que perdía un tiempo precioso, pero aún así el truco me compensaba con creces.

(…)

Como cada mañana, hace unos meses, cogí un taxi en la estación de tren para dirigirme a la oficina. Parecía un taxista más pero lo que vi me dejó boquiabierto. Hasta que llegué a Malasia siempre había pensado que aún conservaba la patente de tamaña jugada maestra, meter la quinta y olvidarme, y, sin embargó, aquel malayo de edad avanzada osaba a imitarla. Y, nada más y nada menos, que en la vida real. Para mi asombro no sólo la llevó a cabo una vez, sino en cada parada que hacía, cada stop, cada semáforo en rojo, yo no podía más que abrir más y más los ojos. “Este pavo utiliza mi técnica, es un maestro”.

Lo volví a coger un par de veces más y siempre me descojonaba con la forma en que cambiaba las marchas. Fui un adelantado a mis tiempos, concluí. Un día decidí echar la cámara de fotos en la mochila a ver si podía grabarle en acción. La semana pasada, después de mucho tiempo sin verle, por fin nos reencontramos con él. Este es el resultado.


martes, 28 de julio de 2009

martes, 21 de julio de 2009

Ese "algo"

Ya sea bajo un sol inclemente o a la sombra del skytrain, pasear por Kuala Lumpur resulta casi siempre agotador. Siempre hace calor y a menudo las aceras, sucias y agrietadas, no se encuentran en condiciones que faciliten la tarea. Sin embargo, después de haber vivido y visitado algunos de los países vecinos, el paseo termina por resultarme agradable e, incluso a veces, apetecible. Es más, siempre he defendido que como ciudad para vivir, Kuala Lumpur, sin llegar a ser Singapur, está más próxima a Europa que al sudeste asiático.

Y, sin embargo, siempre hay un “algo” en el ambiente que la aleja tremendamente de occidente.

Ya os he hablado de la afición que existe en estos países por el fútbol inglés. Si la Liga o la Serie A sólo son seguidas de reojo, la Premier es el acontecimiento más importante durante los fines de semana, mucho más que la Champions. A veces parece que la vida se organiza en torno a sus horarios.

El Manchester United se encuentra en Malasia preparando la temporada y esta semana ha disputado dos partidos amistosos contra la selección malasia. Tal es la falta de identidad nacional de este país que prácticamente el 100% de los aficionados que llenaron el estadio, por no decir el 100% del país, apoyaron a los diablos rojos y, sin alcohol ni grandes ostentaciones, acabaron celebrando como propias sendas victorias. Uno de estos partidos debía haberse celebrado en Yakarta pero el club decidió suspender la visita después de que el hotel en el que debían alojarse saltase por los aires la semana pasada.

El Liverpool tiene el (dudoso) honor de tener en Malasia su club de fans más numeroso del mundo. En mi oficina casi todo el mundo es del Liverpool. Mi jefe luce en su elegante Lexus una pegatina que dice “You´ll Never Walk Alone”. Randy y Danny, mis compañeros chinos que estuvieron un mes sin hablarme después del 2-6 en el Bernabeu, siempre beben Carlsberg durante los partidos de la Premier y, pase lo que pase, siempre apuestan por el Liverpool. El motivo no lo tengo del todo claro pero la devoción malasia por el club de Mersey está ahí, y es descomunal... y, sin embargo, se ven muchísimas más camisetas del Manchester o incluso del Madrid o del Barca por la calle. Y, además, el Liverpool no ha visitado nunca Malasia durante sus giras veraniegas. El equipo se encuentra esta semana en Singapur en medio de una gira asiática cuyo partido inicial se disputó la semana pasada en Tailandia, pero ¿por qué nunca vienen a Malasia?

La respuesta está en la cerveza. Y no, no me refiero a que los aficionados habrán de ahogar sus penas en el alcohol, sino a la publicidad que el Liverpool muestra en sus camisetas, Carlsberg. Esta semana Taxiquemajillo (por el que aún no me he decantado, por cierto) me ha informado que las autoridades malayas no autorizan la visita debido a que Carlsberg es haram, o lo que es lo mismo, que está prohibido por el Islam. Hecho que también explica la misteriosa ausencia de camisetas. Pero ahí no acaba la cosa. En 1993 el Liverpool decidió cancelar la que debía ser su primera visita a Malasia por la negativa de las autoridades malasias a que el centrocampista israelí Rosenthal pisará suelo musulmán. Si no fuese por la cerveza, hoy en día otro medio israelí, Yossi Benayoun, sería la excusa.

Pero el extremismo en este país no se contenta con evitar la entrada de un equipo de fútbol. En varias ocasiones se ha prohibido la entrada a la Orquesta Filarmónica de Nueva York por incluir en su repertorio piezas de compositores de origen judío. Durante los noventa Steven Spielberg prohibió la difusión de sus películas en Malasia después de que la censura cortase gran parte de La Lista de Shindler, película que el entonces primer ministro calificó de “propaganda anti alemana”.

La distinción entre religión y política en esta sociedad es prácticamente nula y seguro que ese “algo” que siento paseando por las calles de Kuala Lumpur tiene su fuente en un gobierno que pretende ser un mero transmisor de la ley de Dios. La gente que lleva aquí un tiempo dice que cada vez se ven más mujeres con velo por la calle y ahora, en verano, la ciudad está llena de turistas procedentes de Oriente Medio entrando y saliendo de los lujosos centros comerciales, hasta arriba de bolsas. Ellos en bermudas y chanclas, sus esposas de riguroso niqab negro, prenda que cubre todo el cuerpo, manos y pies incluidos, y que solo deja los ojos al descubierto.

Volviendo al fútbol, más increíble resulta la historia del Liverpool si tenemos en cuenta que todos los días camino de casa puedo ver desde la ventana del tren una fábrica de Carlsberg. Es la más grande de todo el sudese asiático y hace cuatro años fue atacada por un grupo de extremistas que usaron un lanza cohetes M16-203 para intentar destruirla. En aquel entonces el gobierno condenó los hechos sin atender a etiquetas halal, ni etiquetas haram. Claro que… ¿desde cuándo la política o la religión estuvieron reñidas con el dinero?

miércoles, 15 de julio de 2009

Una de Vampiros

Aunque en malayo bien podrían serlo, ni Miri es un diminutivo, ni Mulu es un improperio, sino dos partes de Sarawak que se comunican por avión. En realidad están tan cerca una de la otra que bastan veinte minutos (diez de subida y otros tantos de bajada) o diez horas en barca para llegar de la una a la otra.

Miri es un pueblucho venido a más gracias a sus yacimientos de petróleo y a las caras blancas que lo gestionan. Mulu no llega a ser ni un pueblucho, pero tiene un hotel en el que Alberto de Monaco bailó y cantó con los locales, y unas cuevas que desafían las leyes por las cuales sus montañas y sus suelos se mantienen en pie. En una balanza, Miri sería como un globo de helio y Mulu como una pelota de bolos (agujeros incluidos), así que la decisión cayó por su propio peso, del lado de las cuevas y de Alberto. Nuestra segunda incursión en el Borneo malayo.

El principal atractivo de Mulu se encuentra en sus cuevas, pero como nosotros nunca fuimos seguidores de modas (al menos no desde que destaparon a los infames Milli Vanilli), preferimos el trekking de alturas y pináculos, y el sendero de los cazadores de cabezas. Nunca lo fuimos... hasta que la moda y la escasa disponibilidad de plazas en la zona, uno de los defectos del desarrollo turístico malasio (ya veremos si el Patata y el Beni pisan Sipadán), nos convirtieran en "otros más" que se quedan sin hacer ese par de rutas tan apetecibles.

Qué le vas a hacer, buena cara al mal tiempo, y derechos hacia las cuevas. La más grande del mundo, la más larga del planeta, la que más murciélagos acoge, y la que más guano decora su interior. Y todo eso porque aún no les ha dado por meter jumbos de la “Malaysian airlines”, que si no también tendrían el récord como “la cueva hangar más grande del mundo¨.

Decía que el Parque parece ostentar todos los récords mundiales, incluido el del "canopy walk" o pasarela interarborea más larga que existe, un paseíto de más de 600 metros por todo lo alto, o el de ¨7 guias para 15.000Ha". También el de la cámara subterránea más grande, de 700 metros de largo, 396 de ancho y más de 70 de alto. Y el de backpacker para murciélagos más generoso del mundo: 13 millones viven en ella, familias y familias de ratillas voladoras que a) no son ciegas y b) conviven en paz con kilos y kilos de guano, más conocido como "caca de murciélago" que alegremente se acumula bajo sus cabezas. Y yo me quejo de las bolillas de polvo que me salen debajo de la cama...

Tanta era la mierda y tal el olor que alguien le preguntó a la guía que qué pasaría cuando no entrase ni una cagarruta más en la cueva. Y de golpe se hizo el silencio. Se apagaron las linternas, y en la oscuridad solo se veían esos ojillos blancos con punto negro de los dibujos animados. "Se lo comen los bichos" se oye al típico marisabidillo del grupo, a lo que una voz discordante añade "qué injusticia, vaya ecosistema". Y se hizo de nuevo la luz. Y todos respiramos aliviados, ufff. Y cuando el aire entraba en nuestros pulmones, a todos nos vinos una arcada por la acidez del guano puaagg.

Entre 2 y 3 millones de murciélagos abandonan la cueva cada atardecer en busca de comida. Dicen que las crías se quedan en la guardería de la cueva y que al volver sus padres las reconocen por el olor, que, con tanto guano, ya tiene mérito. También dicen (el marisabidillo de turno y sus secuaces) que en Méjico o Tailandia, este momento es más espectacular si cabe; no sé si por el tamaño de los murciélagos, o porque nunca se está a gusto con lo que se tiene. El caso es que para mi el reguero que salía de la cueva, formando una especie de chimenea natural en el cielo, fue además de curioso, novedoso, y por eso me gustó.

El resto del tiempo lo pasamos subiendo montañas y bajándolas, dándonos chapuzones en el río y caminando del hotel a la cantina del parque, donde la comida estaba a mitad de precio. Andando llegamos a un poblado Penan, de hombres tatuados y mujeres con las orejas por la clavícula, al que el resto de turistas llegaban en barca. Tanto anduvimos que no puedo si no dedicar esta entrada al Ge y a la tendinitis con la que volvió de aquellos cinco duros días de vagabundear por París. Por ti (y por tus gemelos!).

martes, 7 de julio de 2009

La Balada de Sayid y Taxiquemajillo

Un buen día me dijo que ya no podía venir a buscarnos más. Al colgar el teléfono pensé, “la cagamos”.

Ya os he hablado de él. Se llama Sayid, como el ricitos de LOST, y durante seis meses fue el taxista que nos venía a recoger, unos días más tarde y otros más pronto, cada tarde a la oficina. Aunque a veces se ponía un poco pesado con el Islam y a Susana ni la miraba, ni la hablaba, por lo general se mostraba como un hombre afable y de conversación fácil. Su aspecto era el de un hombre duro y gastado por el tiempo. Fumaba mucho, incluso cuando nos llevaba a nosotros de pasajeros, y tenía un fuerte acento americano con el que, de cuando en cuando, gustaba de sermonearnos. Tenía casi 70 años y a veces nos contaba historias de cuando era joven, de sus años combatiendo comunistas en el ejército y de su etapa como profesor de inglés en la universidad. Los viernes solía llegar un poco tarde, sus amigos, decía, le liaban en la mezquita donde no sólo iba a orar, sino a descansar, a discutir de política.

Cada tarde, media hora antes de salir, le llamábamos para que viniese a buscarnos. El trayecto dura apenas quince minutos, lo que se tarda en ir desde nuestra oficina en Klang a la parada de tren de Padang Jawa, aunque, sin aire acondicionado, a veces se hacía un poco más pesado. A cambio de su fidelidad le pagábamos diez ringgits, tres o cuatro más de lo que habría sido justo.

Pese al "la cagamos", su llamada aquella tarde no nos preocupó mucho en principio. Se había hecho daño en un hombro por lo que deberíamos buscarnos otro taxi para los próximos días. Nosotros trabajamos en un polígono industrial un poco apartado de todo por lo que encontrar taxi no es siempre fácil. Aquel primer día llamamos a una compañía de taxis y estuvimos esperando su llegada casi una hora. Al segundo nos volvió a suceder lo mismo, y pronto caímos en la cuenta del papel tan importante que aquel viejo taxista había jugado hasta el momento en nuestras vidas. Sin él, llegar a casa cada tarde se había convertido en una pesadilla.

Llamamos a Sayid un par de veces para preguntarle sobre su lesión pero al cabo del tiempo pensamos que lo más seguro es que ya no le compensase venir a buscarnos o que había encontrado algún cliente que le ofreciese más dinero. Durante más de un mes estuvimos peleándonos con todos los radio-taxis de la zona y, muchas veces, ante la desesperación, echábamos a andar hacia la estación rezando porque algún taxi nos parase de camino. Cuántas caminatas nos habremos pegado bajo el sol sofocante de Malasia. Cuántos taxistas habrán pasado de largo sin reparar en nosotros. Cuánta dignidad perdida! Un día, después de más de una hora, hasta conseguimos llegar a la estación andando. Total ¿qué son seis kilómetros sin apenas aceras y 40 grados a la sombra?… deprimente, lo sé. En fin que, cuántas veces nos acordamos de Sayid (y de la madre que lo parió...).

La desmoralización llegó al punto de pensar en comprarnos una moto. Era una idea que ya barajamos al llegar, pero que descartamos por los consejos de nuestros compañeros de oficina, “de noche, esta ciudad es peligrosa, y si dejáis la moto en la estación seguramente no os dure ni dos días”. Sin embargo, la frustración era tal que optamos por darle una oportunidad al tema.

El día anterior en que Mr. Guna, un compañero de trabajo, debía llevarnos a varios talleres a ver modelos de moto ocurrió el milagro. Íbamos camino del tren bajo los ya habituales cuarenta grados de frustración cuando nos paró un taxista. “Hoy no os puedo llevar porque a las seis y media tengo que recoger a alguien, pero si queréis os voy a buscar mañana a las seis”. No sabíamos ni cómo se llamaba, pero tal era nuestro júbilo que guardé su nombre en el móvil como, Taxistaquemajillo. Aquel indio cumplió su promesa y al día siguiente estaba esperándonos en la puerta de la oficina.

Desde entonces Taxistaquemajillo nos ha venido a buscar todas las tardes de forma puntual, por lo que siempre llegamos a tiempo para coger el tren de las 18:16. Es joven y le encanta hablar de fútbol. La primera pregunta que me hizo fue que cuál era mi equipo favorito y cuando el Madrid fichó a Ronaldo, estuvimos todo el camino comentando la jugada. Su taxi está siempre limpio y cuando nos montamos, ufff!, siempre lleva puesto el aire acondicionado. Aquel primer día insistió en darnos el cambio de diez ringgits, pero le dijimos que se lo guardara.

Y así de feliz transcurría nuestra vida hasta ayer, cuando salimos de la oficina para reconocer en la puerta a… Sayid. "La madre que le parió", pensé. Se encontraba de pie cerca del taxi, como si de una aparición se tratase, y su figura parecía algo mayor. Al hablar observé que tenía un agujero en la boca que hace dos meses ocupaban dos dientes, la barba se le notaba descuidada y la ropa parecía que no había sido planchada en días. Nos dijo que ya se había recuperado y que había perdido nuestro número por lo que se había tomado la molestia de venir a la oficina para buscarnos. Noté que su inglés también había empeorado, parecía que no encontraba las palabras necesarias para expresarse con normalidad y, por eso del hueco en los dientes, silbaba mucho, y ni siquiera recordaba cómo nos llamábamos…

Fue un encuentro un poco incómodo, él abriendo la puerta del taxi y nosotros haciéndonos los despistados, silbando también, rehusando a entrar. Al final, le dijimos que otro taxi estaba en camino a lo que respondió sin importancia que no había problema, que le llamase al día siguiente y que él nos vendría a recoger, "as usual".

Bueno, pues ya es mañana y no sé a quién llamar. A ti la situación te parecerá una tontería pero yo llevo todo el día dándole vueltas. Por un lado, no llamar a Sayid sería hacerle un feo muy grande. Imagínate que un empleado tuyo se coge una baja médica y que cuando se reincorpora lo pones directamente de patitas en la calle para quedarte con su sustituto, que además de trabajar mucho mejor, habla de fútbol y no de religión. Por mucho que uno tenga experiencia, dejar a una novia nunca es fácil. Me imagino cogiendo el teléfono y teniendo esta conversación, “Sayid, mira, no sé cómo decírtelo pero… creo que debemos empezar a vernos con otra gente”, al estilo sensación de vivir, o, acaso esta otra, más directa y definitiva, “Sayid, he conocido a otro”.

Por otro lado, no puedo negar que Taxistaquemeajillo estuvo ahí cuando más le necesitábamos, que su taxi está mucho más limpio y que siempre está mucho más fresquito. Gracias a él, ahora cogemos el tren todos los días muy pronto y podemos llegar antes a casa. Ahora tengo tiempo de bajar a darme un baño a la piscina o de bajar al gimnasio. Ahora soy más feliz! y he recuperado la dignidad! Sayid es aquella chica de la que estaba enamorado hasta que esta otra, Taxiquemajillo, se cruzó en mi vida.

No sé si por listos, por tener ahora dos taxistas, nos quedaremos de nuevo sin ninguno y nos tocará volver a las andadas (nunca mejor dicho). Lo que sé es que son las cinco de la tarde y que debo llamar a uno de los dos para que venga a buscarme pero... ¿a quién?

martes, 30 de junio de 2009

El Niño No Quería Escribir una Entrada

"Siempre que me vienen a visitar encargo que me hagan una entrada".

El niño vive en Malasia, así que técnicamente no fuimos de visita. Pero no importa. En mi visión iletrada y romántica del mundo, éste tiene cinco continentes: América, Europa, Africa, Arabia y China. Y hacer un viaje a China (por mucho que sea a Tailandia y Camboya), teniendo dos amigos en China (por mucho que sea en Malasia), es hacer una visita en toda regla.

Han pasado diez minutos entre el párrafo de arriba y esta frase. El niño no sabe, todavía, que puedo escribir de comida china, gastroenteritis, mochileros y repelente de mosquitos, pero no puedo escribir de arrozales, selvas o ruinas al amanecer. Dame Helsinki y Doha, la burocracia, la línea 6 de metro, una peli de Medem, una noticia de la SGAE o unas obras de Gallardón y yo estoy en mi salsa, pero no me des la mejor playa ni las ruinas más espectaculares. Podía escribir del país que me merecí, pero no de los países que voy a visitar. Esta claro que, igual que hay antihéroes, también hay antiescritores, así que cedo la entrada.

5 vuelos, 4 taxis, 5 tuk tuks, 4 longtails, 2 ferrys, 2 trenes, y un viaje en metro después llegamos finalmente a la meta del viaje. El Komando Malasia nos esperaba en el aeropuerto-pagoda de Siem Reap, después del timo con sello oficial que la policía camboyana tiene a bien gastarle al turista. Para no parar el ritmo del viaje que tenía como hora habitual de amanecida las 5 am, dos besos, tuk tuk al hotel y corriendo a las ruinas.

No voy a negarlo, soy un pedante y me gustan las piedras (aunque 3 horas de explicación de Ramanya, Maharabatra y el Océano Lácteo también me acaban por superar) pero creo que es difícil describir las ruinas de Angkor. Son a las Ruinas lo que el Real Madrid es a la Champions*, Nadal a Roland Garros, o el Mortirolo a los puertos ciclistas. Siempre pensé que para ver cualquier conjunto de ruinas un dia sobra, pero aquí después de tres no has visto mas que una parte.

En cuanto a con cuál quedarse, la duda está entre las misteriosas caras sonrientes del Bayon y la puerta de Angkor Thom, las puertas del inframundo de Ta Prhom, los relieves de Bendir Srey, la soledad de Preah Kahn... pero ante todo la grandiosidad de Angkor Wat. Podría hablar de los templos, o dar wikichapas de mentira porque todo lo que sé del Imperio Khemer lo he leído el ultimo mes, pero lo mejor es que vayais (por mi trabajo esta semana deberían de darme la medalla al merito turístico de Camboya)

Y eso solo las piedras..porque lo poco que vimos desde el tuk tuk de Camboya nos fascinó…arrozales de un verde eléctrico, y selva de un verde mas eléctrico áun (si tuviera que elegir entre la selva y las piedras nunca sabría con que quedarme….bueno, para eso esta Ta Phrom…), monos, tuk tuks de colores y palafitos

Sobre los khmeres hay muchas cosas que decir, que parecen muy felices (aún más pensando de dónde vienen), que tienen un donde lenguas asombroso, que son lo más espabilado que he visto en el trópico, que como los thais no se espabilen en una década se los han comido a todos, que tienen unos niños encantadores que te sacan un dólar en cuanto te descuides, y que al grito de “Susana bonita” te venderán cualquier cosa…

*a la Copa de Europa, en el original (nota del editor)