jueves, 2 de abril de 2009

Una Mañana en Phnom Penh

Una mañana libre en Phnom Penh es todo el tiempo que me queda después de una dura semana de trabajo. Del ambiente de la ciudad, de su calor y sus olores, ya me había impregnado antes en los numerosos trayectos que habrían de llevarme de una punta a otra de la ciudad, de reunión en reunión y de tuk-tuk en tuk-tuk. Me gusta esta ciudad. Dicen que un día, allá por la década de los sesenta, Phnom Penh era un paraíso en el que Oriente se fundía con la arquitectura y la bollería francesa. Pese a las tres últimas décadas del siglo XXI hoy la ciudad conserva mucho de aquel encanto. Aunque me temo que pronto cederá esa inocencia para convertirse en una megalópolis más, un Bangkok o una Yakarta.
Entre las opciones que la ciudad me brinda hoy están la de visitar el Palacio Real, ver la Pagoda Plateada o pasear a la orilla del río viendo viejos edificios coloniales. También podría dedicar mis últimas horas en Camboya regateando en el mercado ruso, descansando junto a la piscina del hotel o probando arañas fritas en el Mercado Central. Pienso que tal vez debería visitar…
Durante el periodo de los Jemeres Rojos El S-21 fue el centro de detención más importante del país. La “S” proviene del término security y el 21 nos deja bien claro que al menos había otros 20 centros como éste en el país. En realidad llegó a haber más de 200.
En unos veinte minutos de moto-taxi llego al antiguo colegio que hace tres décadas funcionó como prisión. Está compuesto por dos barracones de tres plantas cada uno, una cancha de deporte en medio y un par de cabañas para guardar material. Es curioso comprobar cómo aún existen en la ciudad decenas de centros escolares idénticos a este que hoy en día conforma el museo del genocidio camboyano. Sus aulas probablemente tengan las mismas baldosas, rojas y blancas, las mismas pizarras de madera y el mismo aire decadente. Lo que seguro no comparten son las centenas de fotografías en blanco y negro de hombres, mujeres y niños que hoy adornan las paredes del S-21. Ni las manchas de sangre que aún hoy salpican los techos de algunas de las clases. Miles de personas fueron castigadas y sentenciadas aquí por no compartir los ideales del Hermano Número Uno, Pol Pot, uno de los genocidas más sanguinarios de la historia.

Libros, documentales y hasta una película, The Killing Fields, que ya vi una vez en clase de Filosofía en el colegio, han ocupado gran parte de mi tiempo libre durante las últimas semanas. Desde que supe que por motivos de trabajo tendría que pasar unos días en Camboya comencé a acercarme a la historia reciente de este país, una historia fascinante que podríamos resumir así: liderada por el príncipe Sihanouk, Camboya, por entonces colonia francesa, consiguió la ansiada independencia y durante los 50 y los 60 el país se convirtió en uno de los más prósperos de la zona. La guerra de Vietnam se expandió a Camboya cuando Estados Unidos bombardeo la parte noreste del país. Las bombas destruyeron numerosos pueblos y dejaron tras de sí más de medio millón de muertos, la mayoría civiles. Aunque los jemeres rojos ya existían desde mucho antes es solo entonces cuando se produce el auge del grupo comunista. Para terminar de empeorar las cosas en 1970 Lon Nol, un general apoyado por los Estados Unidos, derrocó al príncipe Sihanouk y gobernó el país con políticas corruptas y pro americanas. En 1975 los jemeres rojos consiguieron hacerse con el control del país ordenando la evacuación de todas las ciudades el mismo día en que se liberó la capital. Era el año cero y se acababa de proclamar un nuevo estado, la Kampuchea Democrática.
Sobrecogido por el silencio en cada una de sus aulas dejo atrás el colegio. El mismo motorista se ofrece a llevarme a los Killing Fields, a unos 15 kilómetros a las afueras de la ciudad. Agarrado al sillón de la moto miro mi reloj pensando en que en apenas unas horas tengo que estar de vuelta en el aeropuerto.

Profesores, médicos, empresarios, abogados… Todo el que tuviese educación era un peligro para la revolución y era aniquilado sistemáticamente. Al menos 200.000 personas fueron ejecutadas por los Jemeres Rojos en campos como en el que ahora me encuentro, en Choeung Ek, donde una estupa llena hasta arriba de calaveras honra hoy la memoria de todas las victimas de semejante paranoia. Además se estima que alrededor de dos millones de camboyanos perdieron la vida en menos de cuatro años. Casi un cuarto de la población en total.
Al despedirme del motorista que me ha llevado y traído durante toda la mañana por apenas cinco dólares pienso en lo que este hombre ha debido de pasar en su vida. Debe rondar los cincuenta años por lo que la tragedia le sacudió en la flor de la vida. Me pregunto cuántos familiares habrá perdido, en qué condiciones vivió y trabajó durante aquellos cuatro años de sin sentido. Pienso en que me alegro mucho de haber viajado a Camboya, de haberme mezclado con sus gentes y de haber aprendido tanto. Me vuelvo pensando en que volveré a Phnom Penh, a saldar la deuda que tengo con el Palacio Real y el Mercado Central, las caras sonrientes de esta amable ciudad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

un pulitzer ya para este blog!!!