jueves, 25 de diciembre de 2008

domingo, 21 de diciembre de 2008

Hijos del Monzón

“Asia ha vivido en los últimos años la mayor y más exitosa transformación de la humanidad, sacando de la pobreza a millones de personas y mostrando al mundo que la miseria puede dejarse atrás. Hijos del monzón es la historia de quienes no han logrado subirse al tren de las oportunidades y que han sido a menudo aplastados por un modelo de sociedad que les ha hurtado la voz”

El año pasado me encontré con Las uvas de la ira escondido bajo un montón de ropa en mi maleta de Yakarta. Este año me he encontrado con otra sorpresa en la maleta de Kuala, otro libro, uno del que ya había oído hablar. Fue el verano pasado en Saigón, bebiendo una Tiger al calor de una olla llena hasta arriba de langostinos borrachos. Acabo de leer un libro, dijo Alex, que ha escrito el marido de mi tía (Carmen, descubriría yo meses después al leerlo) con diez historias sobre niños en diferentes lugares de Asia.

Ese mismo libro, decía, calló en mi maleta este año por sorpresa. Otro regalo más pero está vez de bienvenida y no de despedida. Lo leí de inmediato, devorando cada una de sus historias, algunas más amables, otras menos, todas devastadoras, comprobando una vez más lo diferente que puede llegar a ser la vida de una persona, dependiendo del lugar en el que nazca. Yo lo disfruté mucho, no sé si por la perspectiva que te da el haber vivido algún tiempo en Asia o porque su lectura ayuda a comprender un poco más la realidad del mundo en el que vivimos. Probablemente es que simplemente se trate de un buen libro.

Es verdad que en ocasiones tiene cierto aire a blog y que de cuando en cuando te tropiezas con una frase de esas lapidarias que parecen sacadas de una mala película de Hollywood pero en general creo que su lectura merece la pena.

Con el autor, David Jiménez, comparto, además de nombre, un amigo común, uno del que precisamente ya os he hablado a vosotros. Imaginaros mi sorpresa al leer entre revueltas estudiantiles y tiros al aire el nombre de Ace, enfrascado una vez más en la tarea de echar una mano a un desconocido. El mismo tipo genial de siempre con su risa fácil y sus guarrerías a lo Pajares seguramente le contaría al David periodista sus chascarrillos de siempre aprendidos en la costa del Sol. El mismo Ace que yo conozco y que al leer el libro y leer su nombre me trajo muchos recuerdos a la cabeza y hasta un cierto orgullo por conocer a uno de los protas de la historia.

Bueno, que sólo quería hablaros del libro y recomendarlo como regalo de navidades y ya me estoy liando. Si alguien lo lee alguna vez que me cuente a ver qué le ha parecido, ok?

martes, 16 de diciembre de 2008

Sabes que has vuelto cuando...

Algunos olores tienen la capacidad de transportarte a lugares en los que hemos estado y a revivir experiencias que una vez vivimos. A veces el percibir un determinado olor te transporta a otro momento, a otro lugar. En mi caso a veces me llevan a los Belenes que hacíamos cada Navidad en el colegio, a la piscina que había al lado de mi casa o a los viajes en el coche de mi padre.

El olor dulce de los cigarrillos de este país lo envuelve todo. Es un aroma tan sui géneris que difícilmente lo podrás oler lejos de aquí. Tan especial que si me tapasen los ojos y me soltasen en cualquier aeropuerto del mundo sabría, al sentirlo, exactamente en qué lugar me encuentro. Tan suave y agradable que al olerlo sabes que has vuelto.

Sabes que has vuelto cuando docenas de taxistas te avasallan a la salida del aeropuerto con su eterno “Mister, Mister…”. Sabes que has vuelto al oír los pitos de los coches que suenan sin cesar y sin necesidad. Sabes que has vuelto cuando un trayecto de 100 kilómetros se convierte en un viaje inolvidable de cuatro horas en el motor de un autobús, rodeado de gente que no para de comer y de niños que no dejan de jugar y de gritar. Porque si algo hay en este país es gente.Sabes que has vuelto cuando ves de nuevo las sonrisas de la gente, grandes y generosas. Sinceras. Las carreteras estrechas de dos direcciones con sus casas y tienduchas a los lados que no terminan nunca. La basura, los plásticos, los desperdicios. Sabes que has vuelto cuando paras tu moto y preguntas por una dirección para arrancar dos explicaciones después aún más perdido. Cuando ves a la gente en las puertas de sus casas sin hacer nada, tirados y medio desnudos, dejando pasar el tiempo. Un día menos para la caja, pensarán mientras ver caer el sol.

Sabes que has vuelto cuando pides una bombilla para la lámpara de tu habitación y la recepcionista del hotel te contesta que no tienen pero que la puedes comprar en Parapat. Señora si para llegar a Parapat tengo que coger un ferry! Sabes que has vuelto cuando encuentras en tu camino a un chico de no más de 30 años que lleva los últimos cuatro viajando. O cuando ves a los turistas paseando de la mano de jovencitas locales.Indonesia es un lugar diferente a todo lo que he visto hasta el momento. Un país ruinoso y áspero, un gigante a la deriva disperso en miles de islas perdidas en cualquier mapa. Disuelto y traicionado, con una identidad nacional más dispar que común y una religión, el Islam, que no es una sino muchas. Indonesia, un lugar primitivo en el que viven cerca de 300 grupos étnicos y se hablan más de 500 lenguas y dialectos diferentes, un país que vive una anormalidad tan grotesca que por su perpetuidad termina por ser simplemente normal. Una tierra hermosa de la que guardaré siempre un magnífico recuerdo.

lunes, 8 de diciembre de 2008

You Don't Mess With Seroja

Cuando uno se marcha a vivir a Asia por segunda vez lo hace con la lección aprendida. La experiencia es un grado y un año da mucho de sí como para volver a cometer errores típicos de primerizo. Te olvidas, por ejemplo, de meter jerseys o chaquetas en la maleta. Para qué si aquí uno siempre está asado. Camisetas ya no echas tantas porque por 50,000 rupias, 15 ringis o 40 amperios tienes el armario lleno de ellas. Y así con un montón de cosas más.

Uno vuelve a Asia por segunda vez y se cree que ya lo sabe todo. Cortarse el pelo en Indonesia es tan barato que uno ni siquiera piensa en pasarse por la peluquería los días antes del viaje. Doce euros de qué, si mañana me pelan por dos y encima me masajean las sienes. Así todo, llegué a Malasia con el pelo un poco largo y la intención de buscar una peluquería cuanto antes. Y entonces, ZAS! La primera en la frente, o más bien… la primera en la colleja.

Seroja no habla una palabra de inglés o al menos a mi no me la dirige. Por su habilidad con las tijeras, un corte allí y un corte acá, diría que por norma general no las usa para cortar el pelo a sus clientes. Sin embargo, Seroja te trasquila con la confianza de quien ya lo ha vivido todo. Su peluquería no es más que una habitación sencilla, sin estridencias ni lujos. Coge cuatro paredes cualquiera, mea en ellas durante dos semanas y tendrás el número 6 de la calle Sultán Abdullah, la peluquería de Seroja. Por no tener no tiene ni agua corriente por lo que, previo a meterte la tijera, llena el flu-flu directamente de una botella de agua de la que al mismo tiempo aprovecha para dar un traguito.

Al sentarme en la silla, fría y resbaladiza, de la peluquería de Seroja me doy cuenta de que el error ya está cometido. Cuando Seroja te mete la tijera ya no hay nada que hacer más que cerrar los ojos y rezar para que hoy no esté inspirado.

Cuanto termina, Seroja te acerca un espejo por detrás para que contemples su obra de arte. Tú te agarras a la silla con todas tus fuerzas y mantienes, con más fuerza aún, los ojos cerrados. Al abrirlos y verte el cogote descubres que la pesadilla no ha hecho más que empezar. La nuca te mide un palmo y medio y el pelo ahora te nace a la altura de las orejas. La espina dorsal termina pero a ti aún te queda un palmo hasta encontrarte con un solo pelo.

Satisfecho con su trabajo Seroja hace intención de masajearme el cuello, que ahora me llega más arriba del bulbo raquídeo… ni de coña Seroja.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Quién es Gilbert Lee?

Numerosas estructuras de acero y cemento se levantan en cada rincón de Kuala, ciudad que por el ritmo frenético de su construcción no desentonaría en cualquier punto de la geografía española. Buscar piso en esta ciudad no supone un problema demasiado importante para un expatriado, ni siquiera cuando llegas, como yo, con un contrato de becario pringao.

En total hemos tenido tres agentes inmobiliarios, todos chinos por supuesto, que nos han facilitado mucho el trabajo. La bizca y el enano pijo, el principiante en busca de su primera venta, y Gilbert Lee, el anciano que al presentarse te ofrece, siempre con ambas manos, una tarjeta en la que aparece una foto suya con 20 años menos. Hoy en día el photoshop hace milagros, nos dice el cachondo.

La bizca y el enano pijo nos enseñan de todo. La casa del conde con revestimientos de oro chino, la casa más recargada de Kuala con elementos adquiridos en remates malasios o un apartamento en la planta 41 de un edificio en el que por safety reasons las ventanas están selladas. No open No Fall, dice el chino pijo que ya empieza a caerme gordo.

El joven aprendiz se presenta con una tarjeta en la que se lee Senior Negociator. En realidad, el chaval que no debe de ser aún mayor de edad, no es más que una pobre imitación de Troy MacLure, un agente desesperado por conseguir una venta (la primera?) que te rebaja el alquiler sin siquiera haberle ragteado. Mil ochocientos... hmmm, bueno, Mil seiscientos? Releo su tarjeta de nuevo y pienso, pues no te queda chaval.

Gilbert, el anciano del photoshop, nos enseña un piso tan alto que al subir en el ascensor nos recomienda realizar una descompresión, soplando mientras te aprietas las fosas nasales, para que nariz y oídos no te estallen. Al final nos decidimos por uno de sus apartamentos y el buen hombre, que ya nos ha invitado a comer una vez, nos dice que nos podemos instalar cuando queramos y que los días que quedan hasta que formalicemos el contrato, en diciembre, no nos los cobra, que total el piso está vacío. Así que, sin dudarlo, pagamos la fianza y un mes por adelantado.

Al trasladar las cosas desde el hotel, nos encontramos de bruces con el chino pijo que está fumando un cigarrillo en la puerta de nuestro nuevo edificio. Ah! Ya habéis encontrado casa? Y cuánto cuesta, nos pregunta con su habitual tono impertinente. Mil seiscientos ringgis, le contesto con ganas de perderle de vista. Ah! Then it must be very small! Sí, igual de small que tú so cabrón, le suelto en español y sin parar de sonreir.

Bueno, pues ha pasado semana y media de aquello, ya estamos en diciembre, y… vosotros sabéis algo de Gilbert Lee? Pues yo tampoco. Ni contrato, ni llamadas, ni respuestas a mis correos. Nada. Cualquier día llego a casa y me encuentro las cerraduras cambiadas o a los verdaderos inquilinos del piso viendo tranquilamente la tele en mi salón. Espero que no haya desaparecido con la pasta después de alquilar un piso que no era suyo.

Sin embargo, hoy ha pasado algo que, si dice ser quien es, le hará salir de su guarida. Al llegar a casa me he encontrado todo encharcado y el techo de la cocina con una gotera de la leche. No tenemos ni seguro, ni contrato… esta es la prueba de fuego, si el Señor Gilbert no da señales de vida después de recibir estas fotos en su correo me puedo ir dando con un canto en los dientes.
Por cierto, ahora que lo pienso, aquel día en que nos invito a comer terminamos pagando nosotros… si es que…