miércoles, 30 de septiembre de 2009

Toraja Malavi

Estamos en las tierras altas de Sulawesi, un lugar rodeado de montañas imponentes y campos de arroz inmensos. Aquí cualquier cosa es colosal y todas las miradas acaban por perderse en el horizonte. Es la época seca y quizá por eso los paisajes hayan perdido parte de su esplendor. Estas tierras son habitadas desde hace siglos por los Toraja, gente humilde y de vida sencilla, cuya actividad principal es la agricultura. Sin embargo, durante un par de meses al año la comunidad Toraja se transforma, inundando cada rincón con sus rituales y ceremonias ancestrales.Según la tradición, tiene que pasar un tiempo prudencial desde la muerte del difunto y su posterior entierro. Lusia murió hace ahora dos años. Era maestra y, por ello, muy querida y conocida en la comunidad. Su imagen en blanco y negro adorna una de las casas tradicionales del pueblo que se ha construido exclusivamente para festejar su funeral y dar cobijo a los cientos de invitados. En total cuento más de veinte casas Toraja, todas engalanadas con cintas de colores y cuernos de búfalo, todas construidas según el estándar regional, emulando los cuernos del búfalo o simulando un barco panza arriba. El funeral durará al menos tres días.

No estaría exagerando si dijese que a nosotros casi nos ha llevado el mismo tiempo llegar hasta aquí. Si me pongo a echar cuentas, tres horas de avión y nueve de autobús por aquí, una de taxi y casi otra en motocarro por allá, descubro que hubiese tardado lo mismo en cubrir los 12.000 kilómetros que me separan de España en avión que llegar a tiempo a este rincón de Indonesia, a tiempo para al entierro de la querida Lusia. Triste, reflexiono sobre esta circunstancia, sobre la muerte y sobre la distancia. Por unos momentos mi cabeza me traslada allí, a mi casa, al lugar al que pertenezco y al funeral que me corresponde.

Al morir, un Toraja sólo podrá ir al puya, o paraíso, una vez su funeral se haya celebrado acorde a la tradición. Hay que impresionar a los dioses y por eso hay que matar tantos búfalos, ese es el significado del sacrificio, nos cuenta Achukp, la persona que nos ha invitado a presenciar el rito. Además, el camino a puya está lleno de valles y montañas y la ayuda de los búfalos es necesaria para llegar sin percances.
Los familiares de Lusia han tenido que vender parte de sus tierras y pedir dinero prestado para organizar la ceremonia. Nos cuentan que para muchas familias la muerte de un familiar significa su ruina absoluta. Afortunadamente, casi todos los hijos de Lusia trabajan en Yakarta desde hace tiempo y todos han podido aportar su granito de arena. Uno de ellos se acerca a nosotros y nos cuenta que su cuerpo ha permanecido postrado en la mejor estancia de la casa familiar desde el día en que murió. Aunque ha sido conservado gracias a una inyección de un brebaje elaborado a base de hierbas y raíces su estado, nos dice, se ha deteriorado mucho en los últimos meses.

A ratos, la ceremonia se me hace lenta y muy pesada. Como en el resto de Indonesia, aquí no importa que los niños anden jugando a la pelota ni que los mayores no apaguen sus cigarrillos de clavo mientras toque rezar. Aquí no hay tonterías, lo importante es la celebración en sí y no las formas. A un lado, un corro de hombres canta y baila unidos únicamente por sus dedos meñiques. Se mueven despacio, al ritmo de sus propias voces que apenas se distinguen entre el griterío y las charlas del resto de asistentes. Habrá que hablar aún más alto, pensarán, si quiero que se me oiga entre tanto berrido de cerdo que se escucha. A escasos metros siete ancianas marcan el ritmo golpeando unas cañas de bambú contra un mismo tronco, mientras que en el centro de la plaza, decenas de cerdos se apilan a la espera de ser degollados.El tiempo ha pasado despacio pero al fin llega el momento grande de la fiesta. La plaza, rodeada de gente y miradas curiosas, simula ahora un ring de boxeo. De un lado del poblado comienzan a aparecer búfalos. Llegan también despacio, sumisos, fieles como siempre a los impulsos de sus amos que tiran con fuerza de la anilla que prende de sus narices. Ajenos a lo que se les avecina se muestran tranquilos, como si fuesen un invitado más a la fiesta de Lusia. Al otro lado del cuadrilátero, con un cigarro calado entre los dientes, aguarda impasible el matarife.

Han pasado diez minutos desde que empezó la carnicería y cuatro de sus iguales yacen postrados con la garganta abierta en el suelo. El animal, siguiente en la fila, no tiene pinta de ser consciente de lo que está sucediendo. De naturaleza mansa, sigue sereno en compañía de su dueño. Mi impresión es que, pese al olor a sangre y pese a los bramidos anteriores, el búfalo no entiende que va a morir. El alboroto de la muchedumbre que los rodea no difiere mucho a cualquier otro día en el mercado ¿Por qué debería ser diferente? Al fin le llega el turno y, guiado una vez más por la mano que tan bien conoce, levanta la cabeza sin saber que mediante este simple gesto de obediencia le está ofreciendo en bandeja su corpulento cuello al verdugo. No sabe que éste ha sido su último acto. Instantes después, desesperado y sin aire, con la mirada horrorizada, el búfalo cae abatido al suelo para morir en cuestión de segundos. Degollado.Irónicamente, la muerte del animal ha dado paso a la nueva vida de Lusia. Todo el mundo ha quedado contento y los familiares descansan felices tras meses de preparativos. Al retirarnos, me voy pensando en el funeral y en el significado tan diferente que la muerte tiene aquí. Miro hacia abajo y pienso en los zapatos negros que llevaría hoy de estar en España. Miro hacia el cielo y, triste de nuevo, vuelvo a pensar en ella.

viernes, 25 de septiembre de 2009

martes, 15 de septiembre de 2009

4095

Dicen que es por culpa de la altura, el dolor y el insomnio. Hace calor bajo la manta y no puedo dormir. La cabeza me lleva doliendo todo el día y las pastillas que he tomado no surgen ningún efecto. Comparto habitación con tres ingleses que ya dormían cuando yo llegué. Una papeleta que dice “You go to sleep with the others” me ha separado por una noche de mis compañeros, que duermen en otro cuarto similar al mío. Termina la última canción de Lost Channels, disco que he usado como somnífero sin mayores resultados, y decido apagar el iPod. A ver si así consigo dormir algo.

El día, que amaneció caluroso y soleado, toca a su fin con frío y lluvia. Entre lo uno y lo otro hemos recorrido siete kilómetros, cifra casi ridícula si no añadimos que han sido cuesta arriba. Muy cuesta arriba. En total, hemos salvado un desnivel de más de 1.200 metros, los que separan la entrada del Parque Nacional del Monte Kinabalu y el pequeño refugio de Laban Rata en el que ahora no consigo conciliar el sueño. Y en el que, oh suerte la mía, se ha estropeado la calefacción y el agua caliente.

En apenas unas horas sonará el despertador y tendremos que continuar la marcha. Otros dos mil metros más en línea recta y otros casi mil en línea vertical. Aunque no sea por baldosas amarillas el camino está bien marcado y es fácil de seguir, ahora por unas piedras, ahora por unas cuerdas. Cuando te paras y miras hacia adelante el alma se te cae a los pies al ver lo que te espera. Si miras hacia arriba, ya ni te cuento.Sueño que antes de acostarnos hemos jugado a las películas y que hemos enseñado a Hoh, nuestra compañera de viaje china, a jugar al policía y al ladrón. Sueño que no disimulaba bien la forma de morir y que el asesino siempre era descubierto por su culpa. Qué poca picaresca tenéis los chinos, digo. ¿No será que a los españoles os sobra un poco? contesta ella haciéndose la indignada.

Sueño que ya me dolían las piernas cuando comenzamos la última parte de la ascensión. Me abrigo bien, me colocó el frontal por encima de la gorra y miro el reloj, las dos y media de la mañana. El desnivel es, si cabe, mucho más pronunciado que ayer, con el alivio de que ahora la oscura claridad (toma oxímoron!) de la luna, en cuarto decreciente, no ilumina lo suficiente para ver lo que tienes por delante. Me agarro a la cuerda y tiro con todas mis fuerzas, no quiero seguir cargando las piernas que aún nos queda mucho.

Sueño que la última parte se convierte en una pesadilla, aún está muy oscuro, me falta el oxígeno y cada paso me cuesta un mundo. Si miro hacia atrás veo de lejos como pasan una escena de La noche de los muertos viviente, decenas de luces caminando despacio hacia mí, sin fuerzas, zigzagueando de forma etílica, como zombis. Alguien dice que ya no puede más y un guía se acerca para ayudarle. Me cuesta respirar y a cada poco tengo que parar a coger algo de aliento. Trato de respirar hondo cuando veo a otro guía que comienza a descender. Al pasar a mi lado veo (¿o sueño?) que va cargando con un montañista lesionado a la espalda. Ni siquiera la carga de Frodo era tan pesada, pienso. Miro hacia arriba y, como puedo, vuelvo a poner un pie delante del otro. Izquierda, derecha. Izquierda, derecha… Dicen que cuando tu cuerpo no puede más la voluntad es lo único que te hace seguir adelante.Me giro entre sueños y veo el sol aparecer al otro lado de la litera. Surge de la nada, por fin, poderoso e implacable, iluminando con tonos naranjas todo lo que nos rodea. Pronto los rayos comenzarán a calentar mi cara agarrotada por el frío, pero antes me concedo un minuto para pensar en dónde estoy y lo que me ha costado llegar hasta aquí. En algún sitio leí que, cuando John Krakuer, montañista y alpinista, llegó a la cima de alguna montaña de Alaska dijo que no sintió nada, que el sacrificio que le había llevado a coronar aquella cima, no compensaba en modo alguno lo que veía. Miro hacia las nubes que nos rodean cientos de metros montaña abajo y sonrío. Aunque sólo sea un sueño me alegro de no sentirme igual que el tal John.

Sigo dando vueltas y más vueltas en la cama. Oigo la lluvia sobre el tejado y el sonido se me mete en la cabeza como una taladradora. Cierro los ojos y pienso que estoy en mi oficina, han pasado dos días desde que hicimos la excursión y descubro en internet que el Monte Kinabalu, maldito seas! no es la montaña más alta del sudeste asiático como gustan de presumir los malasios. Alguna otra de Birmania, sigo leyendo, llega a los cinco mil. Pues sí que van a tener picardía los malasios oye, rectifico.

Continúo con la nariz pegada a la pantalla hasta que mi vista tropieza con el siguiente dato, la montaña tiene 4.095 metros de altura. Aunque haya parecido un sueño, eso no me lo quita nadie.Me palpo los muslos y pienso en estos dos días que llevo andando a lo chiquito por culpa de las agujetas. Sueño que sueño. Por fin suena el despertador, son las dos y media de la mañana…

martes, 8 de septiembre de 2009

Dos Uve Dobles con Sombrero

Por lo nervioso que está parece que fuera su primer día de trabajo. Una chapa en la solapa dice que su nombre es Kook y aunque seguro que lleva años haciendo lo mismo tiembla como un flan cuando nos pregunta por la duración de nuestra estancia. Agacha la cabeza y apunta afanoso, dos noches. No pregunta más y nosotros callamos, que nos escucha hablar y se traba. El, que así lo prefiere, nos sonríe envíandonos sus señales de complicidad. Con la mirada en el suelo nos extiende los tickets para el desayuno, de siete a diez. Es joven y probablemente tenga una familia esperándole en algún sitio.

Nos encontramos en el mes de septiembre. Del año 2009. Una soleada mañana de domingo en un mes especialmente lluvioso, monzónico. Tuerzo el gesto, miro hacia arriba y doy gracias a los dioses por los claros entre las nubes. Nos desplazamos en longtail, un tipo de embarcación más que típica en el sur de Tailandia. En la popa, Aaron, nuestro capitán, trata de salvar las embestidas del mar más violento que he visto en los dos últimos años esforzándose tanto como puede con el timón. Recuerdo su nombre porque coincide con uno de los personajes de otra de las islas más famosa de la televisión. Tampoco habla inglés y a duras penas acierta a decir snorkelling o sunset. Nosotros, según él, venimos de Sipaña, del país campeón de fútbol. Imagino que antes fue un simple pescador.
El resto de pasajeros en la barca conforma un puzle de nacionalidades tal que, sobre un tablero, dibujarían las líneas del continente europeo. Un portugués, cuatro italianos, dos inglesas y nosotros, dos españoles. Además se nos colaron un australiano y su novio chino, y cuatro jovencitas, tailandesas, que acompañaban a los italianos. Once turistas en total, un capitano, como le dicen los spaghetti, y cuatro chicas de compañía. Nuestro destino: La Playa.

Entre el primer y el segundo mes de 1999 se rodaba allí una película basada en el libro de Alex Garland que, para bien o para mal, cambió el destino de estas islas para siempre. Hace diez años, la “20th Century Fox” elegía Ma Ya Bay como escenario central para el film y su presupuesto de cuarenta millones de dólares. Convencidos de que el paraíso además de arena blanca y aguas turquesas debía tener palmeras, plantaron 78 en las inmediaciones de la playa, utilizando para ello excavadoras que convertirían el idílico enclave en un set de rodaje más, dañando, según algunos ecologistas, su ecosistema de forma irreparable.

Hace cinco años un tsunami asoló las costas de todo el sur de Asia, dejando decenas de miles de muertos y kilómetros de destrucción a lo largo y ancho del continente. Cosas del destino, al alcanzar la Playa en cuestión, el tsunami mejoró drástricamente su aspecto retirando la basura acumulada durante años y devolviendo las dunas a su posición inicial. Una drámatica recompensa para los tailandeses, los phiphienses o phiphinos, que veían como finalmente recuperaban de nuevo su Playa original. Fue un Boxing Day de la navidad de 2004.

Y probablemente, entonces, hace cinco años, ella estaba aquí, en Phi Phi, cuya traducción al tailandés escrito muestra dos uves dobles con sombrero. No sé su nombre, pero tampoco habla inglés. Se encuentra detrás de una plancha y un cartel amarillo que dice “fast food”. Hamburguesas, perritos calientes y, sobre todo, “thailand pancakes”, su especialidad. Prepara la comida con la parsimonia típica del trópico, despacio pero sin pausa, ahora uno de nutella, ahora uno con banana, y te señala los ingredientes con la mirada, hablando sin decir una palabra. Afinando el oído por encima del ruido de las olas puedes escucharla entonando una antigua canción. Al terminar te ofrece el cambio con una sonrisa en los labios y te despide feliz, casi entre risas. Probablemente, un día se dedicaba a la agricultura.

Su dulzura contrasta con las gafas de sol y las chanclas que encuentras calle arriba. Chicos y chicas jóvenes, casi adolescentes, australianos o ingleses en su mayoría, meros imitadores del joven mochilero británico, el novelesco e idolatrado Richard, te asaltan desde sus tiendas ofreciéndote cursos de buceo, clases de cariocas de fuego (¿qué cojones? pienso) o excursiones por el mar. Por un momento la isla me parece artificial y extraña, como si hubiese sido tomada por alienígenas de rastas decoloradas y gafas de colores. ¿Guiris repartiendo pases en las puertas de los bares? Ja! Eso era algo que me faltaba por ver. La visión me pareció obscena, antinatural. Como los argentinos en Huertas, de corta y pega.

Es Tailandia y su sur, pienso. Turismo anglosajón de cerveza y barrigas sobre mini speedos.

Al volver de Sipadan dije que, casi con toda seguridad, no iba a volver a pisar una playa tan bonita en toda mi vida, ni a ver un agua tan transparente, tan turquesa. Tres semanas más tarde, comprendo lo gratuito y absurdo que resulta hacer afirmaciones absolutas. Gracias a los dioses, volvía a estar equivocado.