- Vamos a la Isla de Pangkor, ¿seguro que no podéis cambiar vuestros billetes para otras fechas?
- Bfff! Imposible, porque los sacamos en enero. Qué pena! Cambiarlos ahora saldría carísimos.
Pangkor es una isla de medio pelo a unas cinco horas en autobús desde Kuala Lumpur. Estuvimos allí hace unos meses y, ya entonces, pudimos comprobar el escaso encanto de sus playas. Preferiría volver a Mondragón antes que a aquella isla, la verdad.
- Pues que pena, porque van a ser tres días divertidísimos.
- ¿Tres días? –pregunté extrañado.
- Sí, tres días. Nos vamos el viernes por la mañana. No hay que venir a trabajar.
En ese momento mi sentido arácnido se activó, entré en internet y en dos minutos había cambiado los vuelos. Nos íbamos a Hong Kong el viernes a las ocho de la mañana en lugar de a las ocho de la tarde. Si fuese amarillo, tuviese dos pelos y solo cuatro dedos en cada mano, me habría salido un “Adiós pringaos!”, pero como no soy tan grosero apelo a la suerte que, como decía, hay veces en que te sonríe.
Llegamos, pues, con un día entero de adelanto sobre el horario previsto, pero ni con esas pillamos a la ciudad por sorpresa. Hong Kong es orden y sus calles una delicia para el caminante, como sus dumplings. Aquí las cosas funcionan; el transporte público con sus autobuses de dos plantas, los double decker (como las taladradoras, que diría Ford Fairlane), su metro y su tranvía, es de lo mejorcito y más abundante que han visto estos ojitos (los de la pena), lo cual hablando de Asia es como plantar una tomatera en el asfalto y que además de tomates te dé una ensalada (con aliñe!); la calles están limpias, las aceras son amplias y los coches respetan a los viandantes. Las calles es del peatón y no del chino de turno ni de su cuatro por cuatro.
Lo primero que notas al llegar es lo cercano que parece todo. Un par de horas después de aterrizar ya tienes controlados, gracias a la cercanía del mar y a las docenas de rascacielos, los cuatro puntos cardinales por lo que puedes perderte por sus calles y callejuelas sin temor al extravío. Descubres que puedes cruzar a Kowloon, la isla de enfrente, en ferry, taxi o metro y hacerte una foto junto a la estatua de Bruce Lee (para enseñársela al Beny) o a la de Jackie Chan (para deleite de mi hermano y horror de la Juli), y que en veinte minutos de autobús puedes cruzar la isla de norte a sur, atravesando túneles y selva, cambiando rascacielos por playas y chiringuitos. Es como una ciudad gigantesca, vibrante y cosmopolita, comprimida hasta la miniatura. Y todo ello sin perjuicio de aceras, parques y otras comodidades. Una delicia!
En una hora de travesía por el mar de China llegamos, de visita también, a Macao, ciudad que sorprende, más que por su pasado portugués, por el que a día de hoy todavía se considere este idioma oficial. Sorprenden los letreros, los nombres de las ruas y los avisos por megafonía en portugués (por la sua segurança!). Sorprende porque ni hay portugueses ni las chicas aquí son unicejas. Sorprende porque no hay nadie vivo que lo hable, los antepasados lo dominaban seguro, pero los muertos no cuentan porque los muertos no hablan. Alucinan sus casinos, The Venetian, el más grande del mundo, de donde me llevé una baraja de profesionales para futuras timbas en cualquier cocina ripense.Hong Kong, decía, es orden y los hongkoneses son ordenados. En cada rincón se hace visible la mano inglesa, desde la educación de sus habitantes (ni escupen, ni eructan, ni se dejan crecer las uñas, ni los pelos de los lunares), hasta su afición, si no pasión, por las colas bien organizadas. En cada edificio de oficinas y/o rascacielos se puede apreciar también la mano inglesa, la otra, la invisible, la de los negocios y las finanzas, la que deja fluir libremente la actividad comercial y el dinero. No en vano, Hong Kong se jacta de ser la ciudad del mundo con más Ferraris (en tres días vimos cuatro, que quizá no parezcan muchos pero que resultan, más o menos, todos los que puedes ver en Madrid en… ¿dos meses?... o dos vidas, si es que vives más al sur de Neptuno o en Palencia).
Tres días después nos despedimos de Hong Kong, aguantando la respiración para no dar positivo en los controles de fiebre porcina del aeropuerto. Que nos deportan! y encima enfermos! A la mañana siguiente en la oficina, de nuevo ojitos de pena y cara de niño de bueno.
- Qué - pena - que - nos - lo - perdimos.