El día, que amaneció caluroso y soleado, toca a su fin con frío y lluvia. Entre lo uno y lo otro hemos recorrido siete kilómetros, cifra casi ridícula si no añadimos que han sido cuesta arriba. Muy cuesta arriba. En total, hemos salvado un desnivel de más de 1.200 metros, los que separan la entrada del Parque Nacional del Monte Kinabalu y el pequeño refugio de Laban Rata en el que ahora no consigo conciliar el sueño. Y en el que, oh suerte la mía, se ha estropeado la calefacción y el agua caliente.
En apenas unas horas sonará el despertador y tendremos que continuar la marcha. Otros dos mil metros más en línea recta y otros casi mil en línea vertical. Aunque no sea por baldosas amarillas el camino está bien marcado y es fácil de seguir, ahora por unas piedras, ahora por unas cuerdas. Cuando te paras y miras hacia adelante el alma se te cae a los pies al ver lo que te espera. Si miras hacia arriba, ya ni te cuento.Sueño que antes de acostarnos hemos jugado a las películas y que hemos enseñado a Hoh, nuestra compañera de viaje china, a jugar al policía y al ladrón. Sueño que no disimulaba bien la forma de morir y que el asesino siempre era descubierto por su culpa. Qué poca picaresca tenéis los chinos, digo. ¿No será que a los españoles os sobra un poco? contesta ella haciéndose la indignada.
Sueño que ya me dolían las piernas cuando comenzamos la última parte de la ascensión. Me abrigo bien, me colocó el frontal por encima de la gorra y miro el reloj, las dos y media de la mañana. El desnivel es, si cabe, mucho más pronunciado que ayer, con el alivio de que ahora la oscura claridad (toma oxímoron!) de la luna, en cuarto decreciente, no ilumina lo suficiente para ver lo que tienes por delante. Me agarro a la cuerda y tiro con todas mis fuerzas, no quiero seguir cargando las piernas que aún nos queda mucho.
Sueño que la última parte se convierte en una pesadilla, aún está muy oscuro, me falta el oxígeno y cada paso me cuesta un mundo. Si miro hacia atrás veo de lejos como pasan una escena de La noche de los muertos viviente, decenas de luces caminando despacio hacia mí, sin fuerzas, zigzagueando de forma etílica, como zombis. Alguien dice que ya no puede más y un guía se acerca para ayudarle. Me cuesta respirar y a cada poco tengo que parar a coger algo de aliento. Trato de respirar hondo cuando veo a otro guía que comienza a descender. Al pasar a mi lado veo (¿o sueño?) que va cargando con un montañista lesionado a la espalda. Ni siquiera la carga de Frodo era tan pesada, pienso. Miro hacia arriba y, como puedo, vuelvo a poner un pie delante del otro. Izquierda, derecha. Izquierda, derecha… Dicen que cuando tu cuerpo no puede más la voluntad es lo único que te hace seguir adelante.Me giro entre sueños y veo el sol aparecer al otro lado de la litera. Surge de la nada, por fin, poderoso e implacable, iluminando con tonos naranjas todo lo que nos rodea. Pronto los rayos comenzarán a calentar mi cara agarrotada por el frío, pero antes me concedo un minuto para pensar en dónde estoy y lo que me ha costado llegar hasta aquí. En algún sitio leí que, cuando John Krakuer, montañista y alpinista, llegó a la cima de alguna montaña de Alaska dijo que no sintió nada, que el sacrificio que le había llevado a coronar aquella cima, no compensaba en modo alguno lo que veía. Miro hacia las nubes que nos rodean cientos de metros montaña abajo y sonrío. Aunque sólo sea un sueño me alegro de no sentirme igual que el tal John.
Sigo dando vueltas y más vueltas en la cama. Oigo la lluvia sobre el tejado y el sonido se me mete en la cabeza como una taladradora. Cierro los ojos y pienso que estoy en mi oficina, han pasado dos días desde que hicimos la excursión y descubro en internet que el Monte Kinabalu, maldito seas! no es la montaña más alta del sudeste asiático como gustan de presumir los malasios. Alguna otra de Birmania, sigo leyendo, llega a los cinco mil. Pues sí que van a tener picardía los malasios oye, rectifico.
Continúo con la nariz pegada a la pantalla hasta que mi vista tropieza con el siguiente dato, la montaña tiene 4.095 metros de altura. Aunque haya parecido un sueño, eso no me lo quita nadie.Me palpo los muslos y pienso en estos dos días que llevo andando a lo chiquito por culpa de las agujetas. Sueño que sueño. Por fin suena el despertador, son las dos y media de la mañana…
4 comentarios:
Bufff yo siempre creí que eso del mal de altura era una broma, hasta que me baje del coche a 4000 metros en el Nevado de Toluca....desde ahí, de los 700 metros mas que subimos hasta la cima recuerdo especialmente el dolor de cabeza, la necesidad de parar cada 10 pasos y un encantador saborcillo a sangre en la respiración.
muy bueno, el siguiente el anapurna o mejor el monte el telegrafo.
En la foto todavía te falta un trecho por recorrer....quien nos asegura que llegaste al final? ;-)
Sus veo mas con pintas a lo Igüan Makregor que a lo Coronel Tapiocas.
Menudos montañeses estos!
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