A ratos, la ceremonia se me hace lenta y muy pesada. Como en el resto de Indonesia, aquí no importa que los niños anden jugando a la pelota ni que los mayores no apaguen sus cigarrillos de clavo mientras toque rezar. Aquí no hay tonterías, lo importante es la celebración en sí y no las formas. A un lado, un corro de hombres canta y baila unidos únicamente por sus dedos meñiques. Se mueven despacio, al ritmo de sus propias voces que apenas se distinguen entre el griterío y las charlas del resto de asistentes. Habrá que hablar aún más alto, pensarán, si quiero que se me oiga entre tanto berrido de cerdo que se escucha. A escasos metros siete ancianas marcan el ritmo golpeando unas cañas de bambú contra un mismo tronco, mientras que en el centro de la plaza, decenas de cerdos se apilan a la espera de ser degollados.El tiempo ha pasado despacio pero al fin llega el momento grande de la fiesta. La plaza, rodeada de gente y miradas curiosas, simula ahora un ring de boxeo. De un lado del poblado comienzan a aparecer búfalos. Llegan también despacio, sumisos, fieles como siempre a los impulsos de sus amos que tiran con fuerza de la anilla que prende de sus narices. Ajenos a lo que se les avecina se muestran tranquilos, como si fuesen un invitado más a la fiesta de Lusia. Al otro lado del cuadrilátero, con un cigarro calado entre los dientes, aguarda impasible el matarife.
Han pasado diez minutos desde que empezó la carnicería y cuatro de sus iguales yacen postrados con la garganta abierta en el suelo. El animal, siguiente en la fila, no tiene pinta de ser consciente de lo que está sucediendo. De naturaleza mansa, sigue sereno en compañía de su dueño. Mi impresión es que, pese al olor a sangre y pese a los bramidos anteriores, el búfalo no entiende que va a morir. El alboroto de la muchedumbre que los rodea no difiere mucho a cualquier otro día en el mercado ¿Por qué debería ser diferente? Al fin le llega el turno y, guiado una vez más por la mano que tan bien conoce, levanta la cabeza sin saber que mediante este simple gesto de obediencia le está ofreciendo en bandeja su corpulento cuello al verdugo. No sabe que éste ha sido su último acto. Instantes después, desesperado y sin aire, con la mirada horrorizada, el búfalo cae abatido al suelo para morir en cuestión de segundos. Degollado.Irónicamente, la muerte del animal ha dado paso a la nueva vida de Lusia. Todo el mundo ha quedado contento y los familiares descansan felices tras meses de preparativos. Al retirarnos, me voy pensando en el funeral y en el significado tan diferente que la muerte tiene aquí. Miro hacia abajo y pienso en los zapatos negros que llevaría hoy de estar en España. Miro hacia el cielo y, triste de nuevo, vuelvo a pensar en ella.