Es madrugada y al menos en Mersing no hace el calor insoportable, aún en plena noche, de otros sitios. Puede que la humedad sea aún mayor que en el interior pero, al menos aquí, la proximidad del mar modera la temperatura. Me encanta esta frase, el mar modera las temperaturas. Lleva grabada en mi cabeza al menos veinte años, cuando la leí, sin entenderla del todo, durante alguna clase de ciencias naturales en cuarto o quinto de EGB. La tuve que memorizar, así hasta hoy.
Vuelvo a echar un vistazo al reloj y considero la posibilidad de que se haya quedado sin pilas. Parece que la aguja no se haya movido durante la última hora. Intento cambiar de postura pero el banco sobre el que estoy tumbado no da más de sí. Miro a mí alrededor y compruebo que cada vez hay más gente durmiendo en los bancos del embarcadero. Todos esperamos al ferri de las seis y treinta.
Pese a tener los ojos cerrados no consigo dormir. Estoy cansado y las luces del puerto apuntan directamente hacia a mi cara. Sabedor de las penurias que me esperaban por pasar aquella noche decidí traer una almohada y ahora al menos una parte de mi cuerpo reposa sobre algo blando. Dos bancos a mi derecha escucho una conversación en una lengua que cada vez me parece más limitada. Apenas chapurreo algo de malayo, sé preguntar direcciones, pedir la comida, pero poco más. Aquí te puedes manejar con el inglés así que no hay necesidad de esforzarse. Y aún así, cada vez que escucho a alguien hablándolo me parece entender muchas de las palabras que utilizan. Muchas más de las que debería entender al menos. ¿Tan pobre es este idioma?
Otras dos personas se unen a la conversación que cada vez parece más animada. Entumecido por la falta de sueño y cansado por las cinco horas que duró el viaje en autobús desde la estación de Pudu, busco en mi mochila el iPod. Elijo algo suave que me ayude a dormir. El banco es de plástico, de esos que puedes encontrar en cualquier sala de espera, con cuatro o cinco asientos por fila. Me recuerda al ambulatorio que había en mi barrio, a los jueves por la tarde y a la vacuna en el frigorífico. A la sala de espera. Con los ojos cerrados veo al practicante preparando la jeringuilla y a mi mismo remangándome el jersey del uniforme. Ya estoy acostumbrado al proceso semanal y los años de visitas rutinarias que ya no me provocan temor alguno. Siento el pinchazo en el brazo, frío, cortante, y noto cómo el líquido entra poco a poco por mis venas. La semana que viene a la misma hora, se despide el médico.
El pinchazo me devuelve a la realidad. El mosquito hace tiempo que se ha marchado pero la marca de su picadura me acompañará durante los próximos días. Me rasco y miro hacia atrás. La conversación ha subido de tono y las risas le ganan la batalla a la música. Me incorporo y busco el anti-mosquito. A mi lado pasa uno de los contertulios que se dirige al baño y que desde la distancia grita algo al grupo de detrás. Me vuelvo y le chisto para que se calle ¿es que no ves que hay gente durmiendo? El tipo se gira y me sostiene la mirada. Por unos instantes parece que me va a contestar, pero finalmente se escabulle tras la puerta del baño.
Cierro los ojos y pienso en aquella otra vez cuando me sucedió algo parecido en la playa. Era media tarde y no se veía ni un alma en la orilla. Estaba totalmente solo y profundamente dormido. De fondo, el sonido hipnotizador de las olas del mar y el ritmo pausado de mi respiración. Entonces no fue un muchacho hablando a voces con sus amigos, sino una malaya gritándole a su marido al otro lado de las dunas lo que me despertó. La mala leche que se me puso. No había nadie en la playa más que yo, dormido profundamente sobre la toalla, y esta señora que no se molestó en pensar si su grito me molestaría estando como estaba a escasos metros de mi. ¿Cómo podemos ser tan diferentes?
Intenté poner la mente en blanco y olvidarme del asunto, pero abstraerme de las voces y los gritos no resultaba tan fácil. Subí un tono el volumen de mi iPod. En España es bastante habitual que alguien se te quede mirando, desafiándote ante la más mínima provocación. No tienes más que acercarte a la puerta de cualquier Opencor y mantenerle la mirada durante más de dos segundos a cualquier chaval para encontrarte en medio de una bronca. Aquí es diferente, ¿o eso era en Indonesia?
El día empieza a clarear y cada vez se concentra más gente en los alrededores. Me estiro y me acuerdo del bar en el que he estado sentado hace tan solo un par de horas. Mesas de plástico, sillas de plástico, mal café. Todo está sucio, las paredes, el suelo. Hasta el camarero parece sucio. Hago las cuentas y me salen. No es tan raro que en este país sea todo tan barato, me digo. Al menos el bar tenía tele y, para sorpresa mía, el partido de España estaba a punto de empezar. Qué suerte, al menos se me va a hacer corta la espera. Pido el café mientras los jugadores se animan unos a otros en el túnel de vestuario. Saltan al campo y a los cinco minutos de juego descubro que las imágenes que veo son en diferido y que España ya ganó a Irak por un gol dos noches atrás. Ahora, en el puerto, pienso en lo bien que habría estado si aquel partido hubiese sido en directo. Dos años sin fútbol es mucho tiempo, pero no tanto como tragarte un partido del que ya conoces el final. Maldigo mi suerte. Si al menos no hubiese sabido el resultado.
Por fin abren las taquillas para comprar los billetes del ferri. Al llegar mi turno me dicen que no hay ninguna reserva a mi nombre. Mire bien por favor, que el viaje me lo ha organizado una agencia de submarinismo y aquí tengo un email diciendo que todo está en orden. Nada, mi nombre no aparece por ningún lado. Compro el billete resignado y me voy a esperar de nuevo a mi banco. Tan solo me queda otra hora más de espera y las dos horas en el barco.
Ya ha amanecido. Me rasco el brazo y guardo la almohada. Los malayos que no paraban de hablar por fin se han dormido.
1 comentario:
"durante alguna clase de ciencias naturales en cuarto o quinto de EGB. La tuve que memorizar, así hasta hoy."
De esas de la hostia en el pupitre o que.
La disfruté con la entrada.
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