Hoy toca hablar de impresiones, de olores, vibraciones y sabores de boca, así que volvamos al principio. La llegada me produjo una sensación agridulce, de emociones encontradas que dicen. Como el primer día de cole de un chaval que se alegra por comenzar algo nuevo pero que se siente temeroso por lo que ha de venir, te quedas un momento con la mirada perdida delante de un espejo y te encuentras a ti mismo diciendo pero quién te manda a ti…
Ya hace una semana que llegué y si no he escrito antes ha sido porque el tiempo ha pasado tan rápido, tantas son las cosas que hay que hacer para instalarte en un lugar y un trabajo nuevos, que esa sensación, ese temor a lo desconocido, termina por quedarse en nada, una sensación fugaz, un reflejo en el espejo.
Llegar a una ciudad nueva siempre te abre los sentidos, sin notarlo acabas por buscar las diferencias con lo ya conocido y terminas, muchas veces, por hacer comparaciones idiotas. Como a la que llegamos hace mil años el Ge y yo en París, en esta ciudad no hay decomisos, concluimos. Pero después de un año en Yakarta, y dos visitas a KL, se puede decir que no llegaba de nuevas y que las comparaciones las haría, esta vez, con la más cercana e inmediata Yakarta. La ciudad me recibió con un aeropuerto impecable que ya había pisado nada menos que cuatro veces con anterioridad, el KLIA, puerta de entrada a todo el sudeste asiático, con sus mármoles y sus trenes interiores y su título de mejor aeropuerto del mundo. Las carreteras de tres carriles se suceden para transporte poco a poco, que el camino dura casi una hora, a los entresijos de la ciudad que a cada kilómetro se muestra más angosta, más cercana. A medida que se recorre camino, el visitante primerizo no retira la mirada, ansiosa del haz de luz que va apareciendo en el horizonte. Imponentes y omnipresentes, las torres surgen para dar forma a la ciudad que a sus pies se va quedando cada vez en menos. Porque pese a la megalomanía de sus docenas de rascacielos Kuala no es una ciudad grande y quizá ni siquiera una gran ciudad.
La ciudad alberga tres comunidades muy diferentes, la malaya, que es la más grande, la china, que es la que maneja el cotarro, y la india, que es la que desprende el tufillo. Cada grupo tiene sus tradiciones, sus costumbres y sus zonas diferenciadas dentro de la ciudad pero cada etnia se respeta mutuamente y la convivencia es, en apariencia, pacifica. Aquí todo el mundo habla ingles y aunque a veces cuesta entenderlos la mayoría tiene un nivel muy alto. Al chapurrear unas palabras en indonesio, idioma mellizo del malayo, los taxistas se tronchan de risa, no por lo mal que lo hablo, que también, sino por el simple hecho de que un blanco se dirija a ellos en su lengua. En general, son más espabiladetes que los indonesios, más pícaros, y me parece que aquí no voy a poder montar la del billete de 50.000 rupias, anécdota que si quiere os la puede contar Maison…