Estamos en las tierras altas de Sulawesi, un lugar rodeado de montañas imponentes y campos de arroz inmensos. Aquí cualquier cosa es colosal y todas las miradas acaban por perderse en el horizonte. Es la época seca y quizá por eso los paisajes hayan perdido parte de su esplendor. Estas tierras son habitadas desde hace siglos por los Toraja, gente humilde y de vida sencilla, cuya actividad principal es la agricultura. Sin embargo, durante un par de meses al año la comunidad Toraja se transforma, inundando cada rincón con sus rituales y ceremonias ancestrales.
Según la tradición, tiene que pasar un tiempo prudencial desde la muerte del difunto y su posterior entierro. Lusia murió hace ahora dos años. Era maestra y, por ello, muy querida y conocida en la comunidad. Su imagen en blanco y negro adorna una de las casas tradicionales del pueblo que se ha construido exclusivamente para festejar su funeral y dar cobijo a los cientos de invitados. En total cuento más de veinte casas Toraja, todas engalanadas con cintas de colores y cuernos de búfalo, todas construidas según el estándar regional, emulando los cuernos del búfalo o simulando un barco panza arriba. El funeral durará al menos tres días.

No estaría exagerando si dijese que a nosotros casi nos ha llevado el mismo tiempo llegar hasta aquí. Si me pongo a echar cuentas, tres horas de avión y nueve de autobús por aquí, una de taxi y casi otra en motocarro por allá, descubro que hubiese tardado lo mismo en cubrir los 12.000 kilómetros que me separan de España en avión que llegar a tiempo a este rincón de Indonesia, a tiempo para al entierro de la querida Lusia. Triste, reflexiono sobre esta circunstancia, sobre la muerte y sobre la distancia. Por unos momentos mi cabeza me traslada allí, a mi casa, al lugar al que pertenezco y al funeral que me corresponde.
Al morir, un Toraja sólo podrá ir al puya, o paraíso, una vez su funeral se haya celebrado acorde a la tradición. Hay que impresionar a los dioses y por eso hay que matar tantos búfalos, ese es el significado del sacrificio, nos cuenta Achukp, la persona que nos ha invitado a presenciar el rito. Además, el camino a puya está lleno de valles y montañas y la ayuda de los búfalos es necesaria para llegar sin percances.

Los familiares de Lusia han tenido que vender parte de sus tierras y pedir dinero prestado para organizar la ceremonia. Nos cuentan que para muchas familias la muerte de un familiar significa su ruina absoluta. Afortunadamente, casi todos los hijos de Lusia trabajan en Yakarta desde hace tiempo y todos han podido aportar su granito de arena. Uno de ellos se acerca a nosotros y nos cuenta que su cuerpo ha permanecido postrado en la mejor estancia de la casa familiar desde el día en que murió. Aunque ha sido conservado gracias a una inyección de un brebaje elaborado a base de hierbas y raíces su estado, nos dice, se ha deteriorado mucho en los últimos meses.
A ratos, la ceremonia se me hace lenta y muy pesada. Como en el resto de Indonesia, aquí no importa que los niños anden jugando a la pelota ni que los mayores no apaguen sus cigarrillos de clavo mientras toque rezar. Aquí no hay tonterías, lo importante es la celebración en sí y no las formas. A un lado, un corro de hombres canta y baila unidos únicamente por sus dedos meñiques. Se mueven despacio, al ritmo de sus propias voces que apenas se distinguen entre el griterío y las charlas del resto de asistentes. Habrá que hablar aún más alto, pensarán, si quiero que se me oiga entre tanto berrido de cerdo que se escucha. A escasos metros siete ancianas marcan el ritmo golpeando unas cañas de bambú contra un mismo tronco, mientras que en el centro de la plaza, decenas de cerdos se apilan a la espera de ser degollados.

Han pasado diez minutos desde que empezó la carnicería y cuatro de sus iguales yacen postrados con la garganta abierta en el suelo. El animal, siguiente en la fila, no tiene pinta de ser consciente de lo que está sucediendo. De naturaleza mansa, sigue sereno en compañía de su dueño. Mi impresión es que, pese al olor a sangre y pese a los bramidos anteriores, el búfalo no entiende que va a morir. El alboroto de la muchedumbre que los rodea no difiere mucho a cualquier otro día en el mercado ¿Por qué debería ser diferente? Al fin le llega el turno y, guiado una vez más por la mano que tan bien conoce, levanta la cabeza sin saber que mediante este simple gesto de obediencia le está ofreciendo en bandeja su corpulento cuello al verdugo. No sabe que éste ha sido su último acto. Instantes después, desesperado y sin aire, con la mirada horrorizada, el búfalo cae abatido al suelo para morir en cuestión de segundos. Degollado.

1 comentario:
mUy bueno, me ha gustado mucho, sentido sutil homenaje.
besis,
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