Al convertirte en becario ICEX tu vida da un vuelco en muchos sentidos. En poco tiempo tienes que acostumbrarte a una nueva ciudad, a otros amigos y a otro clima. A vivir alejado de tu familia, tus costumbres y tus hábitos. Se puede decir que el becario ICEX nace de nuevo a la edad de veintitantos y, como un recién nacido, lo hace sin saber dónde ni cómo. El destino decide en qué parte del mundo vivirá y, si me pones, hasta qué amistades tendrá.
Al crecer, el becario ICEX se va a haciendo a su país. Casi casi te vas haciendo de ese país. El aterrizar en este o en aquel otro país te da la posibilidad de descubrir esa tierra no como turista sino (casi) como local. En mi caso haber nacido en Yakarta me ha dado la posibilidad de conocer Indonesia desde dentro, como uno más.
El fin de un becario ICEX es conocer mundo (al menos eso fue el objetivo que yo me propuse) y quién sabe si tratar de entenderlo un poquito más. Por lo que viajar se convierte en imperativo. Hace poco he vuelto de mis vacaciones por Vietnam. Siete días sin parar (quién dijo vacaciones?) entre Saigón, Hanoi y alrededores, Sapa y la Bahía de Halong.

Por suerte, decía, el Vietnam que descubrí era mucho más interesante y antiguo al que conocía de las películas. De la moderna Ho Chi Minh viajamos a la más casera Hanoi, a su barrio antiguo y sus mercadillos, a su teatro de marionetas en el agua y su excursión a las pagodas.
Catorce horas nos llevó recorrer en tren los 380 kilómetros que la separan de la frontera con china. Un viaje amenizado por señoras vietnamitas en pijama y bolsas de acelgas en los maleteros. Un viaje largo que, sin embargo, repetiría con los ojos cerrados para conocer Sapa, un pequeño pueblo en las montañas, hogar de los Black H´mong y los Red Dzao. Lugar místico cubierto siempre de nubes bajas e interminables terrazas de arroz.


Por eso no quiero hablar más de Vietnam. Porque no la conozco y no puedo juzgarla. En este tiempo he caído en la cuenta de que no es posible disfrutar de un país con una cultura y una tradición tan diferente al nuestro en una visita que apenas dura una semana (o dos, o un mes). Qué frustración saber que no perteneces a ese lugar, que no lo entiendes, que a menos que te vayas a vivir allí y lo explores a fondo nunca tendrás la oportunidad de conocerlo, de sentirte uno más y de sentirlo dentro. Aunque peque de ingenuo, solo me he dado cuenta ahora de lo difícil que resulta conocer mundo y de que existe una diferencia abismal entre visitar y conocer. Qué amarga sensación descubrir que tenemos tanto de turistas y tan poco de viajeros.